martes, 27 de julio de 2010

Las Contradicciones Escolares

Cuando visito colegios siempre me llaman la atención las a veces grandes contradicciones que encuentro en su interior. Es común por ejemplo que en el colegio se hable mucho del respeto y el cuidado del niño, pero que nadie vigile sus juegos en el recreo. Son pocas las veces en que he visto al director o la directora recibir a los niños en la puerta o conocerlos por su nombre. Además, en más de una ocasión la infraestructura no está pensada para niños, las aulas son oscuras y el patio entraña más de un peligro (conozco un colegio en el que en el patio hay desniveles considerables, algunos de más casi dos metros, pero los niños igual juegan allí expuestos a caerse sin que los profesores anticipen nada o muestren algún tipo de preocupación).

Muchas veces el respeto tan mencionado parece no alcanzar a los propios profesores, que hablan mal unos de otros a sus espaldas. Y hay profesores que piden respeto cuando no deberían pedirlo, por ejemplo, cuando algún colega les hace una bien fundamentada crítica pedagógica. Conozco casos en los que los profesores no tienen un buen sistema de evaluación, o cometen errores en la preparación de sus clases, o son muy injustos con los estudiantes, y cuando otro docente se los señala o los cuestiona responden pidiendo "respeto" para su modo de trabajo y su forma de hacer las cosas.

Además, en muchos colegios se habla de libertad y autonomía y de hecho ambas se pretenden alcanzar con los niños, según consta en los PDI y en otros documentos institucionales. Sin embargo, los reglamentos y la manera en que los profesores manejan la disciplina escolar dista mucho de tales aspiraciones, y pocos parecen darse cuenta. Y para colmo, muchos profesores no tienen ninguna libertad para innovar en sus clases, ni ejercen su autonomía protestando frente a alguna indicación injusta o intentando modificar alguna regla absurda que deban cumplir por cumplir.

Simplemente quería mencionar estos ejemplos, de los que he visto y sabido reiteradamente en estos últimos días, porque ellos son parte de lo que llamamos el curriculum oculto, el clima moral escolar. Muy poco podrá lograrse respecto al desarrollo moral y ciudadano de los estudiantes, por más palabras bonitas y declaraciones que tenga el colegio, si no se toma conciencia de estos procesos y no se discuten y cuestionan abiertamente. De esto hablaré en un post futuro.

Del Blog de Susana Frisancho
Desarrollo Humano, Constructivismo y Educación

viernes, 23 de julio de 2010

Rendirse Jamás

Micaela se graduó de maestra con una gran ilusión, convencida de la importancia de ofrecerles a los niños la oportunidad de aprender a través experiencias variadas y estimulantes, donde puedan usar su criterio y tomar sus propias decisiones. Ella nunca imaginó ni nadie le advirtió que en los Jardines Infantiles del mundo real, todavía existían maestras convencidas de lo contrario y que hasta podrían ser sus empleadoras. Por eso le costó mucho aceptar que era real lo que empezaba a vivir en ese Nido, su primer centro de trabajo, cuando le ordenaron organizar su rutina diaria en base a hojitas de aplicación. Hojitas prefabricadas que los niños debían rellenar y colorear, aplastados en sus sillitas, toda la santa mañana.

A la monotonía y el sinsentido de la pedagogía que estaba obligada a seguir, en contra de sus convicciones y de todo lo que aprendió de sus formadores en la universidad, había que sumarle el mal carácter de su directora. Un personaje que no perdía ocasión para evidenciar y ridiculizar los errores de sus profesoras o para presionarlas bajo amenazas a obedecerla sin dudas ni murmuraciones. Micaela, a sus 21 años, fue advirtiendo paulatinamente el dilema moral que tenía delante: se mantenía fiel a la pedagogía en la que creía desafiando las reglas o se acomodaba a la situación y hacía lo que le ordenaban. Era obvio que la primera opción podía desencadenar conflictos, inestabilidad e incertidumbre en su vida laboral. La segunda no y, de hecho, era la que habían elegido sus demás colegas.

Pero la muchacha ideó una astuta tercera vía: hacer lo primero, pero simular lo segundo. Fue así como se las arregló para emplear algunas de las fichas de rigor de vez en cuando, y enseñar a la vez con alegría, de la forma más vivencial posible. La cuerda le duró dos años, hasta que terminó hastiada de vivir en medio de la arbitrariedad y la indiferencia, dos insólitas maneras de entender el ejercicio de la docencia que repudiaba con toda su alma. Entonces renunció.

Micaela buscó, preguntó, indagó. Enseñó algunas veces aquí y otras allá. Acumuló algunas frustraciones más, siguió cursos de actualización, abrió los ojos a nuevos enfoques que la ratificaron en sus certezas, así como en su rechazo a la pedagogía sedentaria y monótona que, para su sorpresa, parecía extenderse en la educación inicial como la mancha de petróleo en el Golfo de México. Al final consiguió un Nido donde pudo volcar con libertad lo que aprendió, sin tener que alinearse a la fuerza a un modelo único (y anacrónico) de desempeño profesional.

Pero el caso de Micaela no es raro entre los maestros que se inician en la docencia. Hay una legión de ellos engullidos por el sistema, que les plantea desde el principio la opción de adecuarse sin chistar o morir sin misericordia. Profesores jóvenes y a la vez necesitados, que terminan optando por el salario; y que egresaron de sus centros de formación sin parachoques ni herramientas para enfrentar una realidad que todos conocen, pero que nadie nunca les anticipa. Profesores impetuosamente innovadores, a los que la política educativa debería proteger y hasta engreír e incentivar para volverlos el fermento de cambio que se necesita en el magisterio, pero a los que no les lanzará ningún salvavidas ni se conmoverá con su naufragio.

Por: Luis Guerrero Ortiz




¿Y Cómo Dice que Dijo?

Busquen el significado de estas cinco palabras en una enciclopedia, luego resuman cada definición, escriban después un texto de una página que relacione unas con otras, y preparen una exposición oral de tres minutos sobre lo que han escrito ¿Alguna pregunta? Ante el silencio de los niños, el profesor anota en la pizarra las cinco palabras y da por comprendida la explicación. Grande fue su furor el lunes por la mañana cuando comprobó que más de la mitad de la clase había olvidado o entendido al revés todas sus instrucciones. Entonces fue llamando a los padres de cada uno para expresarles su malestar por la poca atención que prestan sus hijos a sus indicaciones. Los padres recibieron el regaño con preocupación y lo trasladaron mortificados a sus respectivos hijos. Ciertamente, nunca supieron que este curioso fenómeno de incomprensión repentina había afectado a la mayoría.

Fue el físico Albert Einstein, uno de los más grandes científicos del siglo XX, quien demostró cómo es que las descripciones que hacemos de las diversas realidades en las que vivimos, dependen siempre del punto de vista de quien las observa. Esto echó por tierra una antigua certeza, que nos hacía ver los hechos de cada día como verdades independientes de nosotros, como si nuestras ideas y creencias previas, nuestros afectos y prejuicios, no afectaran nuestra visión de las cosas. Como si nuestra mirada arrojase siempre y necesariamente una verdad indiscutible.

No obstante, un siglo después que Einstein publicara su teoría de la relatividad, desencadenando una auténtica revolución en la manera de comprender cómo se produce el conocimiento de la realidad, muchos educadores seguimos aferrados a la creencia de que las cosas que suceden en nuestras narices no tienen relación alguna con nuestras formas de pensar o de actuar. Es así como al profesor de esta historia no se le cruza por la cabeza la posibilidad de ser él la causa de la confusión colectiva en su aula. Todas sus explicaciones terminan en sus estudiantes, por lo que concentrará todas sus energías en persuadirlos, tanto como a sus padres, de que la causa del error está en ellos, y que pensar lo contrario sería una barbaridad.

Gregory Bateson, notable biólogo y antropólogo británico, muy estudioso de la cibernética, demostró a medidos del siglo XX cómo el concepto de retroalimentación ayudaba a comprender mejor el fenómeno de la comunicación entre las personas. Si lo aplicásemos al caso de la tarea escolar incomprendida, por ejemplo, podríamos entender cómo es que las cuatro demandas del profesor provocaron corto circuito en la cabeza de los niños. Noten que cada una de ellas suponen procedimientos de diferente nivel de complejidad, con los que, a juzgar por la confusión generada, los alumnos no estaban muy familiarizados. Peor aún cuando se las presenta empaquetadas, las cuatro en una.

Imagino que el profesor o ignora la ausencia de este prerrequisito en sus alumnos o prefiere hacerse de la vista gorda, para que sean sus padres y no él quienes se hagan cargo de las explicaciones de rigor. Luego, la respuesta emocional de los muchachos ante una exigencia que los sobrepasa es la angustia, y las conductas que surgen -como defensa espontánea de la mente ante tal sentimiento- pueden ser el olvido, la simplificación o el rechazo de las palabras del profesor. Pero él no se da cuenta que sus palabras provocan la confusión ni que su falta de empatía para interpretar el silencio de la clase como desazón, retroalimenta el desconcierto general. Una lástima por los niños, que igual terminan siendo responsabilizados. Y conste que este maestro tiene un gran dominio del currículo.
Por: Luis Guerrero Ortiz

sábado, 3 de julio de 2010

El Arte de Estimular y Premiar

"Los niños tienen más necesidad de estímulo que de castigo" (Fenelón).

Creer que existen en realidad las buenas disposiciones es crearlas y aumentarlas.

La idea del juicio o de la opinión que de ellos se tiene desempeña en el niño un papel importante en la elaboración de esa urdimbre psicológica en la que bordan cada día sus actos pensamientos y un poco de su vida.

Quien se persuade de que es incapaz de una cosa, pronto se hace efectivamente incapaz.

No es malo que el niño tenga confianza en sí. Vale más, en definitiva que lo tenga en exceso que con escasez. El "yo soy más" es mejor estimulante que el "yo no sirvo para nada" o "yo no conseguiré nada".

El niño es esencialmente sugestionable. Si se le dice sin cesar que es torpe, egoísta, embustero, etc., se le hunde , se le hace decaer de tal manera que no podrá salir de allí.

Mucho más sana es la sugestión, inversa, que consiste en repetir con obstinación un niño atacado de tal o cual defecto que tiene en verdad algunas manifestaciones del mismo, pero que está en camino de curarse.

Nada desanima tanto como la indiferencia: "Después de todo, no has hecho más que tu deber". "Puesto que nada te digo, es que está bien". El niño necesita algo más. ¡Es tan feliz cuando ve que le miman y aprueban aquellos quienes estima y ama!

La confianza facilita la acción; la desconfianza suscita el deseo de hacer mal.

No hay que temer en demostrar a los niños nuestra confianza en sus posibilidades. A veces será este el mejor medio para que aparezcan algunas cualidades, todavía adormecidas. Recordemos la observación de Goethe, aplicable a los niños y a los hombres: "Si consideramos a los hombres como son, los haremos ser más malos; si los tratamos como si fueran lo que deberían ser, los conduciremos a donde deben ser conducidos."

Tanto en la alabanza como en la reprensión, en el premio como en el castigo, es necesario tener mesura, lógica y justicia. Mesura, porque el exceso termina por desconcertar y hasta hace dudar del juicio de quien ejerce la autoridad. Lógica, porque ¿qué significa felicitar hoy una acción que mereció ayer una crítica?. Justicia, porque un premio no merecido pierde su interés y su fuerza.

Se debe estimular al niño, más por el esfuerzo que ha empleado que por el resultado obtenido. Es necesario conseguir que la aprobación de sus padres tenga para él más importancia que una golosina.

Hay casos en que está permitido utilizar el amor propio; por ejemplo: "Intenta hacer tal esfuerzo; es difícil, pero creo que tú si podrás conseguirlo."

Debemos evitar hacer elogios que conduzcan al niño a creerse mejor que los demás. Lo mejor es demostrarle los progresos que ha hecho sobre sí mismo, dándole a entender que puede hacer más todavía.

Uno de los medios de estimular al niño es trabajar con él en la realización de tal o cual proyecto, sobre todo si este proyecto necesita para salir bien que se guarde un secreto, como, por ejemplo, la preparación de una fiesta de la madre.

Toma el niño gustoso el esfuerzo cuando le vale nuestra aprobación. Hay impulsos que son más bien tímidos deseos, impulsos que no saldrían de ese estado si no fueran auxiliados por las personas de alrededor. Un aplauso oportuno da valor y confianza a quienes dudan. Una de las cosas que más animan a un niño es decirle cuando ha expresado algo bueno: "Si, tienes razón", y recordárselo hábilmente si hay ocasión: "como tu acabas de decir" o "como decías antes". Reconocerle a un niño sus progresos es animarlo a hacer otros nuevos.

Si el niño sufre un fracaso no se le debe tratar con rigor, puesto que ha hecho por su parte un esfuerzo laudable.

Debe evitarse el alabar sin reserva al niño. El alabarle un poco es a veces necesario. Démosle testimonio de nuestra estima: "He creído siempre que eras capaz de eso y de mucho más." Animémosle; pero no le tratemos como si fuera una perfección confirmada en gracia. El niño a quién se le dice sin tino y sin medida todo lo bueno que de él se piensa. corre el peligro de engreírse y llegar a ser un pavo real fatuo y orgulloso.

Puede traducirse el estímulo a un niño en una recompensa material: golosina, juguete, dinero. Pero no abusemos: es una solución fácil. Uno de los peligros de este método es el de mercantilizar y materializar los esfuerzos de orden moral que deben encontrar su sanción fundamentalmente en la aprobación de las personas que le rodean y en la satisfacción de la propia conciencia. Hay, además, otro peligro: a medida que el niño crezca serán necesarias recompensas cada vez mayores. ¿no hemos visto padres que han prometido imprudentemente una bicicleta o un abrigo de pieles con peligro de comprometer el presupuesto familiar?

Sucede, a veces, que los resultados no están a la altura de la buena voluntad y de los sinceros esfuerzos del niño. Evitemos el agobiarlo, y aun para que no se quede bajo la impresión deprimente del fracaso, intentemos poner de relieve la buena cualidad desplegada.

Anita, de cuatro años, y Bernardo, de cinco años y medio, regresan de paseo. Las zapatillas de la hermanita han quedado en la habitación del primer piso. Bernardo se ofrece galante para ir a buscarlas. Corre por la escalera y baja triunfalmente llevando un par de zapatillas que no eran las de Anita. En lugar de regañar a Bernardo y decirle: "¡Qué bruto eres: podrías fijarte; siempre lo haces igual!", es preferible decirle: "has sido muy amable queriendo traer las zapatillas de tu hermanita. El par que has traído se parecen; es muy fácil confundirlas. Vas a ser del todo bueno..." El niño comprenderá enseguida y volverá a subir con alegría, con lo cual se duplicará el valor de su gesto fraternal.

Tomado de "El arte de educar a los niños de hoy".

Décima edición. Sociedad de Educación Atenas. Madrid.


Por Gaston Courtois
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Terribles Castigos: Leer, Hacer Tareas y Limpiar el Aula

Justificar a ambos ladosQuiero hacer un llamado de atención a muchos docentes que utilizan como castigos actividades que deberían ser realizadas con agrado o al menos con responsabilidad. Quiero pedirles que no lo hagan, pues es contraproducente e injusto.

Muchos profesores están simplemente demasiado acostumbrados a recurrir a actividades cuando quieren "corregir" los comportamientos de sus estudiantes. Por ejemplo, les cuento un caso reciente: una profesora encuentra a un grupo de alumnos jugando cartas en el recreo, y los castiga a limpiar su aula de clase durante un mes. Así, sin más ni más.

Primero: ¿que tiene de malo jugar a las cartas? Puede ser una fuente importante de aprendizaje, por ejemplo, sirve para desarrollar la estructura moral pues es un juego reglado, y por supuesto ayuda al pensamiento lógico y matemático. De hecho hay muchas estrategias para enseñar matemáticas, tanto en primaria como en secundaria, que usan cartas como medio de instrucción.

Segundo: asumiendo que la profesora tiene miedo de que jugar cartas pueda traer problemas en el futuro (se convierta en un "vicio", como dicen algunos), ¿por qué no hacer explicítito con los estudiantes este temor? De esta manera se da pie a un intercambio de argumentaciones y puntos de vista que no hará sino redundar en el desarrollo de la toma de roles y las capacidades para la convivencia. Lo ideal sería que el profesor asuma como interlocutores válidos a sus alumnos, oiga sus puntos de vista, los refute si cree necesario hacerlo, acepte las propuestas que le parezcan pertinentes y entre todos lleguen a una solución para el problema que los involucra. Actuar de modo autoritario y castigar sin explicar ni escuchar es lo peor que puede hacer el profesor, pues no es educativo.

Tercero: si en el colegio jugar cartas está prohibido, esa prohibición debería estar sustentada y ser razonada con los estudiantes. Aplicar la norma por la norma, imponer un castigo arbitrario y hacer de policía que persigue a los estudiantes solo logrará que estos sigan haciendo lo mismo cuando el profesor no los ve.

Cuarto: a mi me parece de sentido común, pero creo que no a todas las personas. Es un error usar como castigos actividades que se espera que los estudiantes aprendan a hacer con cierto gusto o placer. Por ejemplo, las tareas, o ir leer a la biblioteca. Enviar a los chicos a leer como castigo solo hará que tengan desagrado por la lectura. En el caso que les cuento (el del juego de cartas), hay un factor adicional: ¿cómo es posible que el profesor castigue a un grupo de alumnos con una actividad que otro grupo también realiza sin estar castigado? Es decir... si normalmente también debo hacer la limpieza del aula sin estar castigado, como ocurre en el colegio del caso que cuento, ¿que diferencia hay en hacerlo estando castigado? Los alumnos limpian el aula de todos modos, asi que el castigo no tiene sentido. Y es injusto desde todo punto de vista.

Del
Blog de Susana Frisancho
Desarrollo Humano, Constructivismo y Educación

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