lunes, 21 de diciembre de 2009

¿No Se Puede Vivir del Amor?

¿Por qué no le manda tareas a mi hija? reclamó la mamá de Sandra. Desde que se inició el año, en efecto, la profesora no había mandado tareas pues prefería que todo se hiciera en el salón y que sus alumnos usaran su tiempo libre en hacer vida familiar o en algún otro rol constructivo. Si usted no le manda tareas ¿Yo qué voy a hacer con mi hija?, insistió la señora, mostrando su mortificación. ¿Qué hace usted mientras su hija hace las tareas? preguntó la maestra. Me siento a su lado a vigilar que las haga, respondió. ¿Y en qué otro momento se sienta a su lado? le volvió a preguntar. Sólo en ese momento, respondió, es el tiempo en que la atiendo. ¿Quiere decir que para lograr que su mamá la acompañe, su hija necesita hacer una tarea escolar? replicó la profesora a una desconcertada señora.

Socorro Flores y Sara Casaverde contaron esta anécdota hace poco, como parte de su relato de la experiencia de trabajo del Proyecto «Ser y Decir» con centros públicos de educación inicial, en un distrito ubicado en la costa sur de Lima. Interesadas en darles a los niños oportunidades de aprender con mayor participación y autonomía que de costumbre, habían promovido una serie de cambios en las rutinas pedagógicas, entre ellas la de llevar tareas a la casa.

Pero eso era transgredir un axioma sagrado para los padres. Para muchos de ellos, que el mundo escolar invada la vida familiar de los niños en nombre del aprendizaje, suele ser visto como algo válido. Por eso les parece natural que en la casa sigan siendo estudiantes y que ocupen su tiempo con actividades académicas, comúnmente monótonas y anodinas. Pero la maestra apela a otros valores. Para ella es más meritorio que los padres empleen su escaso tiempo disponible en ser compañía afectuosa e incondicional de sus hijos, que en celosos guardianes de sus obligaciones. Es evidente que la madre y la maestra parten de premisas distintas pero que no se explicitan, lo que no facilita el entendimiento mutuo.

Para los padres, la educación debe ofrecer a sus hijos herramientas para salir adelante en la vida, por lo que el tiempo empleado en estudiar es valorado como un tiempo útil. Leer y escribir es una de esas herramientas, quizás la más visible y apreciada por ellos. Luego, ¿Qué podría ser mejor que el jardín infantil inicie a los niños en ese aprendizaje? La maestra sabe que hay algo mejor, pero no logra expresarlo con claridad. Por eso contrapone a la utilidad de la adquisición de la lengua escrita el valor del afecto, algo que quizás siente menos «útil» pero más importante. Sensiblemente, la mayoría de padres piensa, como Andrés Calamaro, que «no se puede vivir del amor». ¿Cómo salir de este lío?

La respuesta parece haberla encontrado Silvia Torres y su equipo de Warmallu en el testimonio de los padres de los jardines infantiles que apoyan en Ventanilla. «Mi hijo habla más que antes, te dice directamente lo que quiere» afirma una madre. «Mi hija ahora pregunta todo, todo quiere saber y contar» dice otra mamá. «Mi hijo ahora argumenta lo que dice» cuenta otra madre orgullosa. Ahora necesitan saber que el niño que aprende a decir lo que piensa en lugar de callarse, a hacerse preguntas sobre lo que vive antes de aceptarlo de manera irreflexiva, a expresar sus ideas y fundamentarlas en vez de imponerlas irracionalmente, accede a llaves no menos valiosas que la lengua escrita para abrirse puertas en la sociedad.

Eso es lo que la maestra necesita explicar a los padres para que comprueben que una educación sin planas pero orientada a fortalecer con afecto la identidad y la autonomía de sus niños les resulta, definitivamente, mucho más útil.

Por: Luis Guerrero Ortiz


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