viernes, 23 de septiembre de 2011

Un Caballo de Troya en el Aula

“Así estaba el caballo, y los troyanos deliberaban en medio de una gran incertidumbre sentados alrededorde éste. Y les agradaban tres decisiones:rajar la cóncava madera con el mortal bronce,arrojarlo por las rocas empujándolo desde lo alto,o dejar que la gran estatua sirviera para aplacar a los dioses”. Homero, Odisea VIII, 490

Al inicio del curso, padres, docentes, políticos e instituciones volvemos a platearnos el tema de la introducción de Internet en el aula. En este proceso de metabolización educativa de Internet podríamos encontrar –desde una mirada sociotecnológica- sorpresas, no sólo por el sinfín de herramientas web (1) que existen y que podemos usar, sino porque el uso de Internet lleva –oculto- un conjunto de implicaciones que afectan a la cultura escolar; no existe un uso inocuo de la tecnología. Entre todos estos supuestos de orden cultural podemos destacar uno: Internet puede ser el “Caballo de Troya” para que la colaboración se afiance en la educación formal.

Al añadir Internet al perímetro –físico y simbólico- de la educación formal, no introducimos sólo un artefacto, sino más bien un sistema tecnológico de acción que nos permite pensar y sentir con esa forma de hacer. En esta línea de acción existen, por lo menos, tres dimensiones educativas que debemos sopesar al plantearnos el uso de Internet en la educación:

• La desterritorialización de los procesos educativos que añaden a la estructura educativa jerárquica un modo de acción horizontal y reticular, sin centro.
• El desarrollo de nuevos valores y creencias compartidas en y sobre Internet que, de forma muy general, no son propias de la institución escolar.
• El cambio en la matriz de comunicación amplía la oportunidad de asumir otros roles, reconocer nuevos agentes educativos y plantear otras formas válidas de interacción más allá de la relación docente y alumnos.

Por ello, y en atención al primer punto, no se podría hablar exactamente de la introducción de Internet en el aula, sino más bien de la constitución de otro espacio de acción educativa. Internet abre el aula, y el concepto de aula, a una acción global y en red, diferente a la forma local y jerárquica de la acción escolar. Por esta razón la escuela debe entender que Internet no es un material didáctico, sino “un entorno educativo, es decir, una magnitud extensa que da cabida al sujeto y al conjunto de acciones e interacciones que condicionan su aprendizaje al tiempo que construye su identidad como persona” (2). Por ejemplo, al usar los servicios de redes sociales –pulso de la interacción en Internet- no solo optamos por el uso de una herramienta, sino por una forma de organización que sirve de modelo de acción en red. Por ello, al usar Internet no introducimos un nuevo material educativo, aprendemos a pensar en red en un entorno social, cultural y tecnológicamente enriquecido.

Respecto al segundo punto, Internet representa en sí mismo un estadio de desarrollo en la historia de la humanidad. Pero, hay algo más. El uso de Internet también entraña una cultura, un conjunto de valores y creencias que se tejen y entretejen en torno a nuevos lenguajes, protocolos, dinámicas, utopías o distopías. Buena parte de esta emergente cultura digital, como señala Freire, “se asienta sobre nuevos valores o sobre la revitalización de otros como: lo abierto, la producción, la copia, la remezcla, la reputación o la meritocracia” (3). La escuela está poco acostumbrada a estos rasgos culturales y, si estos se ponen en práctica, suelen ser aún procesos alternativos o secundarios. El uso de Internet en la educación implica un acercamiento a la cultura digital que discurre en escenarios que, lejos de imitar, se abren construyendo sus propias “historias”. Pues bien, si no se estima el impacto cultural de Internet en la educación, lo único que haremos es arrojar tecnología en el aula, ignorando el carácter simbólico que supone actuar, pensar y sentir en estos entornos.

El tercer punto, el cambio de matriz de comunicación generada en Internet, nos abre a un tema educativo de fondo: la interacción social como condición social que explica, e impulsa, el aprendizaje. Usar Internet en la dinámica escolar supone aceptar un cambio de registro en la forma de comunicación y, con ello, en las condiciones sociales de aprendizaje. Para Castells, el gran cambio sociocultural que supone Internet en la sociedad está estructurado en términos de procesos de comunicación: “la cultura de la sociedad red es una cultura de protocolos de comunicación entre todas las culturas del mundo, desarrollada sobre la base de una creencia común en el poder de las redes y de la sinergia obtenida al dar y recibir de los demás” (4). ¿Qué hacer en educación cuando la matriz de comunicación de un entorno educativo cambia?

Las personas tienen hoy en Internet mayores instrumentos para organizar sus vidas y comunicar en distintas direcciones, con diferentes agentes, con finalidades diversas, con más lenguajes, también con nuevos retos y amenazas. Pero, es aquí, en el seno de la comprensión comunicativa, donde aparece la oportunidad colaborativa de la acción educativa. No se trata de una aplicación web en concreto, sino de estilos de interacción social que nos permiten remontar el monólogo docente como la única forma de interacción educativa válida y estimar la interlocución colaborativa de nuevas voces como otra fuente de aprendizaje. Por ello, hablar de Internet en el aula supone hablar de cambios en la forma de representar la interacción educativa que amplía la forma básica y tradicional de pensar las condiciones sociales de aprendizaje.

Esto es, la colaboración entre estudiantes en entornos en red es una alternativa real y consistente que implica, sobre todo, repensar los modelos de interacción profesor-estudiante y valorar otros donde esté presente el otro, el estudiante, como interlocutor educativo válido. Esto no es un cambio leve, representa un cambio en la propia base educativa porque no existe ninguna acción educativa sin un proyecto de comunicación. Por esta razón, Internet como entorno educativo, cultura emergente y como matriz de comunicación añade nuevas condiciones y retos a la educación donde la colaboración representa una oportunidad y el reto inmediato de las políticas educativas y la dinámica escolar.

Es probable que al usar Internet en el aula nos llevemos más de una sorpresa si miramos bien dentro del “Caballo de Troya”, como ya lo han comprobado en esta pequeña muestra de ejemplos –en diversos niveles educativos- con sesgo colaborativo:


Referencias:
(1) Martí, Jordi (2010). ‘Herramientas 2.0’, XarcaTIC.
(2) Suárez, Cristóbal (2010). “Internet, más allá del ‘materialismo’ didáctico”, Educación y Virtualidad.
(3) Freire, Juan (2011). “Las paradojas de Internet”, El País (29/01/2011)
(4) Castells, Manuel (2010). Comunicación y poder. Madrid, Alianza, pág. 68.

Texto completo en PDF

Por: Cristóbal Suárez Guerrero
csuarez@usal.es

Acoso en las Escuelas ¿Cómo se Mata el Virus?

¿Por qué Jacinta puede ser intimidada y perseguida durante meses por algunos de sus compañeros de clase, recibiendo de manera constante insultos, humillaciones, amenazas y exclusiones de toda índole, sin que ningún profesor lo note? La respuesta es simple y dura: a nadie le importa. No se trata de un problema de maestros distraídos, insensibles o irresponsables, es el propio sistema escolar el que está diseñado para que la atención de toda la organización esté puesta en una sola cosa: la instrucción. Los pedagogos alemanes del siglo XVIII escribieron que el orden y la disciplina no era consecuencia sino premisa de la educación, es decir, no era resultado de la labor educadora de las escuelas, sino más bien una condición previa indispensable para que esta pueda tener lugar. Por eso aconsejaban reprimir con dureza cualquier brote de desorden u oposición, pues no era función de la escuela sino de la familia educar el comportamiento.

Dos siglos después esta idea conserva tanta vigencia, que se sigue considerando natural que el profesor no se haga cargo, sino que derive a un tutor o a un psicólogo cualquier caso que interfiera la clase y no tenga que ver estrictamente con el contenido de la enseñanza. Es por eso que problemas como los de Jacinta, que se repiten con otros niños de esa misma escuela, no son un problema para el docente ni para la institución educativa, a menos que la sangre llegue al río. Si el acoso deriva en violencia explícita y los hechos salen a la luz, recién entonces la intervención se produce. Y por lo general, se busca resolverla por la vía del escarmiento y el aumento o endurecimiento de los controles.

Que alumnas como Jacinta sean mortificadas por años por grupos que tienen la fuerza necesaria para ejercer dominio sobre ellas, sin denunciar el hecho, se debe a que el miedo o la vergüenza son más grandes que su confianza. Lo que dice la experiencia, además, es que estos hechos, cuando llegan a descubrirse, suelen ocultarse y negarse para evitar escándalos, cuando no derivan en la inculpación de las propias víctimas, lo que despeja el camino para su separación del centro educativo. Luego todo vuelve a la normalidad. Hasta el siguiente caso que se logre hacer público.

Tanto el acoso o Bullying, como los conflictos y rivalidades recurrentes entre alumnos o grupos al interior de la escuela, el pandillaje y hasta el abuso sexual en sus distintas manifestaciones, más allá de la importancia que tienen por sí mismos y la necesidad de darles respuestas efectivas, son sólo síntomas de un problema mayor: una convivencia escolar basada en la imposición y el dominio de unos sobre otros, donde el vínculo entre las personas está prácticamente roto.

La convivencia escolar descansa en el anonimato de los estudiantes. Allí todos son nadie, salvo que sean familiares de alguna autoridad. Descansa también en la discriminación y los privilegios. Cualquier diferencia es un buen motivo para excluir, por ejemplo, para enviar a algunos alumnos al fondo del salón o a las secciones B, C y D, cuando no para ignorar sus preguntas o burlarse de sus opiniones. Es una convivencia basada también en el maltrato, es decir, en el desaire, la brusquedad, la amenaza, el insulto o el sarcasmo constante. Una convivencia donde el castigo físico existe a través de formas tan rutinarias que ya nadie las percibe como agresión. Así, los estudiantes pueden permanecer parados largas horas o caminar en cuclillas alrededor del patio o ser despojados de medias y zapatos, sin que nadie, ni ellos mismos, lo consideren el sofisticado equivalente de un latigazo. Una convivencia, además, que alienta la rivalidad entre los alumnos, sea en disputa del mérito académico, del simple elogio o de los privilegios del profesor.

Naturalmente, el trasfondo de esta manera de relacionarse es la clase de experiencias pedagógicas que se viven al interior de las aulas. Una es la experiencia típica del sinsentido, donde el alumno sigue una rutina y un conjunto de órdenes cuya última finalidad le resulta borrosa y ajena. Una segunda es la experiencia de la angustia, cuando el profesor decide, por ejemplo, poner el pie en el acelerador sin preocuparse de cuántos se van quedando atrás o cuando elige abreviar explicaciones para ganar tiempo y los alumnos se limitan a anotar con desesperación una seguidilla de palabras que no llegan a entender. Una tercera experiencia es la de la monotonía, cuando se hace obvio para los estudiantes el desgano de su maestro y la reiteración cotidiana de discursos o actividades tediosas, superficiales e irritantes.

Ese es habitualmente el clima emocional del aula, que la torpeza con que se manejan las relaciones humanas no hace más que agravar y que, como es obvio, genera desmotivación y desidentificación entre los estudiantes. Es, por lo tanto, el caldo de cultivo perfecto para toda clase de comportamientos de rechazo, que los adultos se apresurarán a calificar de indisciplina, pero también de aprovechamiento para la construcción de jerarquías de poder que repliquen entre pares el mismo esquema de relación social que se respira en la escuela.

Si el robo o la destrucción de los útiles de unos alumnos por otros, el aislamiento deliberado de algunos, las prepotencias continuas o las calumnias sistemáticas contra los más débiles, no motivan la reacción del maestro a menos que las víctimas hablen, algo que no suele ocurrir en la mayoría de casos, imaginen qué tendría que ocurrir para que el problema merezca la atención del director. En general, la convivencia escolar no está en la agenda institucional, sólo se cuida el orden y se trata de evitar los conflictos, en especial los escándalos, por la vía de la sanción, para cortar cualquier interferencia con las clases y, de paso, cuidar la imagen del colegio.

La formación de los alumnos en el arte de una convivencia basada en el respeto y la colaboración logró hace años entrar en el currículo, pero no en los planes anuales de clase ni en las reales preocupaciones pedagógicas de las escuelas, menos aún en la agenda de las políticas educativas, más afanadas por lo general en que se aprenda a leer, no importa en qué contexto ni a qué costo emocional. Es por eso que no se han producido ni entregado criterios, estrategias ni herramientas formativas que muestren a los maestros la ruta para hacer de las escuelas espacios acogedores y estimulantes para todos, donde se respire confianza y colaboración.

En adelante, una educación escolar que enfatice valores y comportamiento ciudadanos como la que se ha anunciado públicamente no podrá eludir este desafío en sus inevitables complejidades. Las escuelas hoy por hoy no son crisol de una convivencia democrática sino de una convivencia basada en la prepotencia, la discriminación y la imposición del más fuerte. Atacar el problema sólo por sus síntomas y no por sus raíces sería un error. El bullying, por su gravedad y su extensión, merece un abordaje profesional serio y cuidadoso, como lo merece el pandillaje escolar y el acoso o el abuso sexual en las escuelas, porque sus víctimas necesitan ayuda rápida, efectiva y especializada. Pero también los agresores, cuya actividad necesita ser cortada de inmediato, y que siendo también niños pueden ser rescatados del círculo de la violencia y la distorsión moral. En este contexto, responder con el garrote no ayuda en nada.

Hay que hacerse cargo de los males que produce una escuela vertical, rígida e impersonal, poco atractiva para niños y jóvenes, oscura y hostil hasta el extremo en muchos casos, pero hay que impedir también y sobre todo que los siga fabricando. Es por eso que una política de educación ciudadana para el sistema escolar va a requerir sin duda alguna y con urgencia, un programa de reforma institucional de las escuelas, que convierta el respeto al derecho propio y ajeno en una experiencia vital y que apunte a convertirlas, como solía decir la UNICEF de Colombia en los años 90, en lugares acogedores, alegres y bulliciosos, donde todos aprendan y puedan hacerlo con placer.

Estrategias para Reducir el Estrés

El estrés de los docentes debería preocupar más, en especial a los que conducen los sistemas educativos, pero fundamentalmente a los propios docentes. A continuación coloco un listado de estrategias, que pueden resultarnos útiles, a la hora de reducir el estrés.

Estrategias para Reducir el Estrés
Consejos para mejorar como personas y poder afrontar los distintos estímulos que puedan alterar nuestra salud:
  • * Ser positivo no dejando actuar el afrontamiento negativo ante las dificultades.
  • * Ser objetivo no distorsionando los problemas a los que hay que enfrentarse en la vida cotidiana.
  • * Quererse a sí mismo valorando todo lo positivo que tiene cada uno.
  • * Asumir los problemas, estudiar las posibles soluciones y asumir las responsabilidades.
  • * No exigirse el máximo, recordando las propias capacidades y no pedirse por encima de ellas.
  • * Ponerse metas alcanzables y razonables, aunque esto no implica querer superarse en todo momento.
  • * No tener miedo al fracaso, ya que el que emprende una acción no siempre triunfa, pero es necesario intentarlo. Si se fracasa, hay que analizar las causas e intentar evitarlas en la siguiente ocasión.
  • * Aceptarse físicamente, y buscar los puntos fuertes de cada uno, porque toda persona es única-
  • * No dejar las cosas para mañana, hay que tener fuerza de voluntad ante el desanimo.
  • * Dar importancia a las pequeñas cosas, la vida no está hecha de grande gestas, sino de pequeños acontecimientos que deben se importantes para las personas.
  • * Buscar apoyos en los momentos de desanimo o de dificultad. Siempre hay alguien a tu alrededor dispuesto a ayudar aunque en algunos momentos se piense que se está solo.
  • * Aprovechar las oportunidades que se presenta en la vida en cualquier momento.
  • * Vivir el presente, y no estar siempre mirando el pasado y el futuro. Cada momento de la vida es digno de ser vivido.
  • * No compararse con los demás, porque siempre habrá cualidades o defectos que son superiores en los otros, y esto no implica ser mejores o peores a ellos. Toda persona, por el hecho de ser persona, es digna de respeto y valoración.
  • * Desarrollar el sentidos del humor, porque en ocasiones los problemas se minimalizan si son observado con mentalidad abierta.
  • * Controlar los sentimientos, porque éstos empañan en ocasiones a la inteligencia y no permiten analizar las situaciones con objetividad.
  • * Planear actividades porque el tener distinta actuaciones planificadas ayudan a no descontrolarse y a actuar sobre seguro.
  • * Interesarse por las personas y las cosas, olvidando por algunos momentos que uno no es el centro del mundo, sino que alrededor existen otros con distintos problemas y con necesidad de ayuda.
  • * Hacer ejercicios físicos que ayudan a relajarse y a liberar los pensamientos negativos que provocan el estrés.
  • * Tener esperanza porque cualquier situación que parece estresante e insufrible en algunas ocasiones, puede tener solución.

Extraído de: Cómo afrontar el estrés docente
Autora: Pilar Sánchez Álvarez
IES La Basílica

viernes, 16 de septiembre de 2011

Espesar la Sopa y Cambiar de Olla

Mi amiga Leticia siempre quiso que sus dos hijos estudien en un colegio donde aprendan a pensar con cabeza propia, a ser creativos, hábiles para resolver problemas y muy independientes. Pero la política del colegio en el que ahora están es la de atiborrar a los estudiantes de información, pues creen que ese es un indicador de excelencia. Allí nadie tiene tiempo para detenerse a pensar. Sus profesores tampoco dan mucha cabida a opiniones ni preguntas, pues están siempre contra el reloj. Nunca hay espacio para la curiosidad. Ciertamente, ese colegio valora mucho la literalidad de las respuestas en clase y ha habituado a todos a poner siempre en manos de la autoridad cualquier decisión. Bajo esas reglas, no hay lugar para la creatividad ni para la autonomía.

Leticia también quería que sus hijos tuvieran en el colegio la oportunidad de conocerse mejor a sí mismos, de fortalecer su autoestima, de aprender a socializar con otros niños, a actuar en grupo, a hacer respetar sus derechos, así como a hacerse responsables por el derecho de los demás, pues anhelaba que se formen como buenos ciudadanos. Pero en el colegio en el que estudian se valora mucho la exigencia y se censura severamente el error, por lo que un buen sector de estudiantes se siente muchas veces descalificado o ignorado cuando se equivoca. Además, allí todos compiten por el cuadro de mérito y se exalta el buen desempeño individual. En verdad, no hay mucho sitio para la autoestima ni para la colaboración, menos para la corresponsabilidad pues la regla es que cada uno ve por sí mismo.

Nótese que los criterios que utiliza Leticia para juzgar la educación de sus hijos parten de los aprendizajes que considera más importantes. Es por eso que una buena escuela, un buen maestro y una buena enseñanza son para ella los que facilitan su logro, no los que los contradicen u obstaculizan. Las buenas instalaciones del colegio, la abundancia y colorido de los materiales educativos que utilizan, la buena presencia de sus docentes e incluso su buen dominio del lenguaje escrito y matemático, son aspectos que pueden jugar a favor pero no son decisivos. En sentido estricto, ninguno de ellos dice nada sobre sus posibilidades de aportar o impedir por sí mismos la formación de personas creativas, autónomas, moralmente responsables y con capacidad de colaborar con otros para el logro de metas comunes. Y, sin embargo, son lo que impresionan a un ojo desinformado sobre el sentido de la educación.

Hasta la fecha, no ha habido gestión gubernamental que haya colocado en la agenda nacional de los aprendizajes importantes nada que no fuera aprender a leer y a dominar lo básico de la matemática escolar. Cuánto se avanzaba o no en ambos aspectos llegó a convertirse en el principal indicador de éxito o fracaso de las iniciativas oficiales por mejorar la educación nacional. Invadidos por ese discurso a través de la prensa, madres de familia como Leticia podrían catalogar como bueno al colegio que enseñe bien ambas cosas, independientemente de si allí se fomenta en sus hijos la capacidad de pensar con criterio propio, de hacer uso inteligente y constante del conocimiento para resolver problemas reales, de interactuar con otros estudiantes, diferentes en su manera de ser y de pensar, para complementarse y colaborar sin abusar ni discriminarse, de hacerse responsable de sus actos, de conocerse mejor cada día en sus posibilidades y límites. Algo muy conveniente para el gobernante es ofrecer poco para que le exijan menos, esforzándose por convencer a la opinión pública de que eso poco es lo que verdaderamente importa.

Patricia Salas, actual Ministra de Educación en el Perú, ha anunciado públicamente que su gestión va a colocar también en la agenda de las prioridades el aprendizaje de competencias específicas en el campo de la ciencia y la ciudadanía. No estamos hablando, naturalmente, de aumentar conocimientos respecto de las diferentes teorías científicas sino de aprender a utilizarlas con habilidad para construir explicaciones y soluciones a problemas reales, apelando al método de las distintas disciplinas y a la complementariedad entre sus distintas perspectivas. Tampoco estamos hablando de aumentar el manejo de información sobre las instituciones, derechos y obligaciones propios de un sistema democrático, sino de aprender a actuar de manera hábil y consecuente con esa información en la convivencia cotidiana y en el propio gobierno de la escuela.

Este anuncio, sin embargo, trasladará a la Ministra las preocupaciones de Leticia. Porque nada de lo que he descrito puede enseñarlo cualquier escuela, cualquier profesor ni desde cualquier pedagogía. Si se trata de aprender a pensar e investigar, a razonar de manera crítica, creativa y con independencia de criterio, toda la institución educativa debe disponerse a favorecer esa capacidad, desde sus más elementales reglas de juego sobre cómo se toman las decisiones, cómo se resuelven los problemas, cómo se manejan los conflictos, cómo se afrontan los desafíos grandes y pequeños en los distintos planos de la vida escolar. Si se trata de aprender a ser ciudadanos, habrá que demostrar en esos mismos ámbitos que la concertación y el acuerdo, la mutua colaboración y la preocupación por el bien común empezarán a ser la vía preferida para hacer las cosas. De lo contrario, aún los mejores esfuerzos por hacer avanzar a los alumnos en esa dirección desde las aulas encontrarán barreras y contrasentidos poderosos en la vida institucional.

El problema es que cuando se menciona la palabra escuela, maestro y pedagogía, las imágenes y nociones que aparecen espontáneamente en la cabeza de las personas –docentes, padres y funcionarios- pueden ser estremecedores. La escuela, a pesar del relajo de buena parte de ellas, suele ser sinónimo de orden, jerarquía y autoridad, su tradicional predilección por los desfiles y bandas militares no es casual, pues muchos códigos del cuartel son muy valorados en la vida escolar: la disciplina vertical, la uniformidad, la obediencia ciega, las solemnidades y los ritos. La democracia es un concepto ajeno a la cultura que sostiene su forma de organización.

La docencia, a su vez, permanece atada en el imaginario de la gente a la cultura enciclopedista de la Ilustración y el profesor que maneja mucha información sobre temas diversos sigue siendo percibido como culto y bien preparado, tanto más si adicionalmente sabe mantener el orden y el control de su clase. La capacidad de vincularse con sus estudiantes, de entusiasmarlos con su aprendizaje y de cohesionarlos alrededor del mismo propósito no entra en el repertorio de cualidades esperadas y hasta puede ser tomada como riesgosa para su rol de autoridad.

La pedagogía, a su turno, sigue tercamente asociada a la idea de transmisión, registro y repetición de información. Se valora más al alumno que mejor recuerda y su curiosidad mortifica, distrae o perturba. La velocidad en la entrega ritual de datos y conceptos tiende a ser más estimada que la adecuación a los tiempos que demanda la comprensión en un aula diversa. Una pedagogía que estimule a pensar, a indagar, a producir ideas, a sacar lo mejor de sí mismos para construir respuestas originales a un desafío, no suele estar en las expectativas de los padres y numerosos maestros no tienen experiencia personal de lo que significa aprender de esa manera.

Quien piense que la inclusión del aprendizaje de la ciencia y la ciudadanía en la lista de los resultados más importantes que deben garantizar las escuelas es para las políticas educativas un tema básicamente curricular o de capacitación docente, está en un profundo error. El sistema educativo funciona en base a tres paradigmas –la organización escolar, la docencia y el aprendizaje- culturalmente anclados en sus operadores y que orientan los vientos en dirección exactamente opuesta a las exigencias de la formación de un pensamiento, una actitud y una competencia tanto científica como democrática en niños y adolescentes.

Peor aún, se nutren de un cuarto paradigma respecto de la organización y funcionamiento del sistema escolar, al cual a su vez retroalimentan minuciosamente: el de la centralización y la uniformización, que busca descontextualizar, homogenizar y controlar todos los procesos. Para modificar estas estructuras ¿Basta un docente de aula premunido de los procedimientos y materiales didácticos adecuados?

Desde mediados del siglo XX se debate en varios lugares del planeta acerca de las tensiones entre modernidad y postmodernidad. Mientras tanto, nuestro sistema escolar sigue atrapado en el conflicto entre modernidad y pre-modernidad, siendo las escuelas territorio vedado para el método científico, la emocionalidad del sujeto, la multiculturalidad e incluso para la lengua escrita, que sólo la han dejado ingresar como simple técnica de transcripción.

Tomarle el peso a las implicancias de aumentar las exigencias de calidad y relevancia a los resultados de la educación, no es para asustar ni disuadir a nadie sino para no actuar a ciegas ni volver a pisar la cáscara de las simplificaciones. Está muy bien espesar la sopa con más sustancia, pero la olla no da la talla. La experiencia demuestra que los paradigmas atávicos pueden romperse, pero no se superarán jamás si no se colocan en la agenda de trabajo. Ojo Leticia, estamos contigo.

lunes, 5 de septiembre de 2011

Aquellas Pequeñas Cosas que nos Explican

«Uno se cree que las mató el tiempo y la ausencia. Pero su tren vendió boleto de ida y vuelta. Son aquellas pequeñas cosas, que nos dejó un tiempo de rosas, en un rincón, en un papel o en un cajón». Esto dice Juan Manuel Serrat en una de sus canciones más sentimentales, acerca de esos pequeños detalles cosechados a lo largo de la vida que terminan ejerciendo una gran influencia en nuestra forma de ser. Detalles, frases, gestos o creencias de los que a veces no podemos desprendernos simplemente porque no se ven, pero que «como un ladrón te acechan detrás de la puerta, te tienen tan a su merced como hojas muertas, que el viento arrastra allá o aquí». Es impresionante como estas pequeñas cosas pueden con el tiempo llegar a explicar y sostener la imagen y el comportamiento de una persona, de un colectivo o de todo un sistema.

En los tiempos de elaboración del Proyecto Educativo Nacional, se planteó alguna vez la discusión de si estábamos trabajando para mejorar ciertos procesos y resultados del sistema educativo o, más bien, para cambiar el sistema mismo. El debate fue muy productivo, pues permitió dejar establecido que introducir un poco más de efectividad, equidad y democracia en sus dinámicas internas, era negarlo de plano, pues el sistema estaba expresamente organizado para hacer lo contrario y, lo que es peor, para que a todos les parezca natural que así sea. Como sabemos, los sistemas educativos occidentales surgen en la era moderna diseñados para la reproducción social, es decir, para conservar un esquema de organización basado en la exclusión. Así como permitía la movilidad entre clases sociales, era a la vez un filtro, un mecanismo de selección social. Digamos, sólo los más aptos podían culminar su escolaridad y sacar boleto para ascender en la escala social.

Inés Aguerrondo, destacada experta de UNESCO, nos recordaba hace pocos años que los sistemas escolares en América Latina surgen en el intersticio de los siglos XIX y XX, asociados a la formación de la Nación y a la necesidad de conformar las clases sociales. No obstante, el reiterado fracaso de los más pobres en su trayectoria escolar despertó muchos interrogantes y pasó por sucesivas explicaciones. Hasta la década del 50 se enfatizan sus carencias y se intentan fórmulas asistencialistas: comedores escolares, prestaciones de salud, reparto de ropa, uniformes y útiles. Entre la década del 60 y 70, se explica también como resultado de «problemas de aprendizaje» del alumno, en sus diversas manifestaciones, a lo que se responde con grados de nivelación, psicólogos escolares y gabinetes psicopedagógicos. Desde entonces hasta los 90 ya se habla de exclusión social y de la necesidad de políticas de calidad con equidad, y surgen las políticas compensatorias, que insisten en lo material pero agregan ahora lo pedagógico, como la formación docente y los recursos didácticos.

Ninguna de estas respuestas, sin embargo, cuestiona al sistema como tal, enfocándose sobre todo en el alumno y sus condiciones sociales o en las capacidades y medios disponibles de los agentes educativos. Aguerrondo sostiene que el problema del fracaso requiere afrontar la exclusión, que es el natural modo de ser del actual sistema educativo, pero que hacerlo implica crear uno nuevo, pensado esta vez para incluir y no para segregar. Manuel Bello lo recuerda en reciente artículo cuando afirma que «tanto en el sector privado como en el estatal, el sistema escolar peruano está segregado y diferenciado en función del estrato socioeconómico, cultural y étnico al que pertenecen las familias» y que cambiar eso representa «un desafío complejo e incierto» para el que no basta «invertir mucho dinero en infraestructura y en programas de discriminación positiva» ni mejorar la condición laboral y profesional del docente.

¿Qué hay que hacer entonces? Aguerrondo afirma, para empezar, que necesitamos estar claros en que la unidad principal de cambio de las políticas ya no es el estudiante o el aula, el maestro y sus condiciones, sino el sistema educativo mismo. Y es aquí donde surge la segunda pregunta ¿Cómo se cambia un sistema educativo, cuyos modos de ser, de hacer y de pensar están culturalmente instalados en sus operadores? Peter Senge sostiene que cuando formamos parte del mismo entramado, no nos es fácil percibir a cabalidad cuál es el o los patrones de cambio, pues todos tendemos a enfocarnos en partes aisladas del sistema. Si no los identificamos, sin embargo, dice Senge, nada cambiará a la larga y nunca terminaremos de saber por qué, y nos seguiremos entreteniendo en ensayar «trucos separados o la última moda en organización».

Michaell Fullan afirma que para cambiar un sistema y para que el cambio sea sostenible, se necesita pensar sistémicamente. Esto requiere no sólo consensuar una visión de conjunto de los problemas y sus causas, sino también de los principales factores objetivos y subjetivos, grandes y pequeños, que los legitiman. El poder del sistema, dice Fullan, radica en la enorme importancia depositada en las pequeñas cosas, es decir, en la suma de pequeños detalles y certezas que comparte una comunidad de personas y que explican sus rutinas, sus valores, sus prácticas habituales y que sostienen, finalmente, una determinada manera de organizarse para actuar.

Una de estas certezas, por ejemplo, es la que justifica el derecho de las elites que toman decisiones a convertir el sentido, el horizonte, el «para qué» de la acción institucional en su patrimonio, relegando a los demás a la función de ejecutores. Una segunda certeza es la que valida la división, mejor dicho, la lotización del trabajo, lo que lleva a cada área o sección de la misma organización a funcionar como un territorio liberado, en el que se puede ejercer una pequeña cuota de poder sin ninguna obligación de relacionarse con las demás. Una tercera certeza es la que considera lícito apropiarse de la información que se maneja como entidad pública, como si ocultarla para evitar cuestionamientos de afuera o de adentro fuera un derecho. Una cuarta es la que cree válido poner en riesgo el objetivo de la acción a fin de que cada parte del sistema pueda cumplir la función que le toca, aún a sabiendas de que las cumple mal o las incumple, pues asigna más importancia a su equilibrio interno que a su efectividad. Una quinta certeza es la que valora más la velocidad que el consenso en el funcionamiento de la organización, lo que lleva a concentrar poder en pocas manos, imponer decisiones e ignorar procedimientos a fin de agilizar las decisiones.

Aunque este breve inventario necesita ser completado, verán que aplica tanto para mega organizaciones como un ministerio, como para una oficina regional o local de educación y para las escuelas mismas. Se trata de sustituir estas creencias por nuevas certezas, donde el respeto y la preocupación por el otro, la centralidad del estudiante y sus aprendizajes, el compromiso con los buenos resultados de todos, las altas expectativas en sus posibilidades, el afán por mejorar de manera continua, la colaboración y el trabajo en equipo, tengan plena cabida.

Ahora bien, según Fullan: «Si quieres cambiar el comportamiento de la gente, necesitas crear una comunidad alrededor de ellos, donde estas nuevas creencias puedan ser puestas en práctica, expresadas y cultivadas». Y hay que crearlas arriba y abajo en la estructura del sistema. De lo contrario, aquellas pequeñas certezas compartidas que legitiman la segregación, la discriminación y la mediocridad como un rasgo inevitable de la educación pública en un país pobre y desigual, alentando faraónicas inversiones como el Colegio Mayor o los llamados Emblemáticos, regresarán una y otra vez a justificar la medianía y el funcionamiento excluyente del sistema. Aquellas pequeñas y terribles cosas, como diría Serrat, «que te sonríen tristes y nos hacen que lloremos cuando nadie nos ve».

Los que Destruyen Monumentos

En los últimos días se han reportado varias noticias de personas que por X o Y razones, han destruido el patrimonio histórico y cultural. La última que he leído es la del complejo arqueológico de Pucará, en Puno, donde se han destruído nueve piedras, pero si uno hace una busqueda en la web saltan infinidad de noticias parecidas, desde pobladores que contratando un caterpillar destruyen una huaca para dejar planos los terrenos e invadirlos o ladrones que roban y destrozan los bienes de las iglesias (incluída la Cruz de Motupe) hasta un director de colegio que por construir un comedor daña restos arqueológicos que se encontraban dentro del plantel, pasando por supuesto por colegiales despreocupados y "graciosos" que tiran piedras a las ruinas, las pintan o graban sus nombres en ellas.

¿Pero son las personas las únicas culpables? Fíjense por ejemplo en esta noticia. Aunque por supuesto es de lamentar que la gente tenga este tipo de comportamiento, yo no se si llamaría a estos chicos "desadaptados". Los medios (y en general la opinión pública) siempre quieren colocar el problema en el individuo, como si se tratara de una patología de conducta de personas a las que les falla algo. Nunca o casi nunca ponen el ojo en la deficiente educación recibida, la que no ha formado en estas personas las sensibilidades y valoraciones que ahora se les reclaman. Por supuesto, no estoy exonerando a la gente de la agencia y voluntad personal, uno siempre es responsable de lo que hace, no tengo dudas sobre esto. Pero nadie nace amando su patrimonio, apreciándolo, queriendo conservarlo. Al contrario, hay que trabajar mucho, en la familia y en la escuela, para que estos valores las personas puedan ponerlos por encima de necesidades fundamentales insatisfechas (como no tener un lugar para vivir), del afán de lucro personal (como querer negociar con los terrenos), de la presión de pares (como es común entre adolescentes) o simplemente del placer irresponsable de pasar un buen rato con los amigos y perennizarse dejando huella (el nombrecito grabado, en este caso) en algun lugar.

He tocado estos temas antes, aquí por ejemplo en relación al ataque a Chan-Chan. Recuerdo que en esa ocasión me buscaron de un periódico local para que opinara sobre el caso, y los periodistas me insistieron hasta el cansancio para que yo diagnosticara el "tipo de problema de personalidad" que tenían esos muchachos. Obviamente me negué, porque el problema para mi es fundamentalmente de socialización, no de patología individual o de tipo de personalidad, pero quiero resaltar que el percibir a estos chicos casi como delincuentes o como poseedores de algún rasgo psicopático que los hacía diferentes a los demás fué la inclinación del periodista, quien se mostró realmente resistente a enfocar el problema como uno de fracaso educativo.

No se respeta el patrimonio por decreto. Lo he dicho antes en este blog. Estos chicos no son desadaptados sino un producto lamentable de nuestro sistema educativo.

Del
Blog de Susana Frisancho
Desarrollo Humano, Constructivismo y Educación

La Escuela y el Escarabajo

El famoso Escarabajo de la Volkswagen nació en 1966 y trajo importantes novedades mecánicas respecto de modelos anteriores. Los fabricantes justificaron los cambios argumentando que no se podía ofrecer el confort ni la seguridad esperable en los años 60 con un diseño de los años 30. Fue así como en 1972, el Escarabajo superó todos los records de producción y se volvió el auto más fabricado de la historia. El año 2003, sin embargo, después casi 70 años, el escarabajo dejó de fabricarse. Ya en 1998 había sido lanzado al mercado el Volkswagen New Beetle, un modelo completamente renovado de Escarabajo cuya planificación tardó cuatro años. Se trataba de un auto mucho más seguro, rápido, de motor potente y alto rendimiento, que conservaba casi nada de las características del antiguo Escarabajo, excepto sus líneas redondeadas.

El caso es muy útil para ilustrar de qué estamos hablando cuando insistimos en la necesidad de una reforma institucional de la escuela. La reforma escolar no hace referencia ni a la competencia profesional del chofer del Escarabajo ni a la modernización de sus estilos de manejo o de sus instrumentos de navegación, ni de su apertura a concertar su hoja de ruta con los ciudadanos ni de su autonomía para decidir, finalmente, cómo lo utiliza. Aunque todo eso es necesario, estamos hablando de cambiar el Escarabajo. Y es que más allá de quién o cómo la gestione, no se puede ofrecer una educación para el siglo XXI en instituciones educativas diseñadas para el siglo XIX.

Muchos amigos que coinciden en la necesidad de hacer cambios importantes al interior de las escuelas, se han estacionado en el discurso de la autonomía y sus atribuciones normativas, del fortalecimiento del rol del director y de la mejora de los procesos de gestión escolar. Pareciera que una autoridad fuerte, con mayores atribuciones y herramientas más modernas de gestión, es básicamente lo que haría la diferencia. Esa hipótesis, sin embargo, pierde de vista que incluso un Sebastián Vettel, campeón de Fórmula 1 el año 2010, aún con el apoyo de la escudería más profesional del planeta, no podría hacer con un Volkswagen de los años 60 lo que el motor y la estructura de ese viejo modelo están imposibilitados de hacer sin estallar en pedazos.

Los estudios sobre la cultura organizacional de las escuelas, que florecen en la década de los 90, coinciden en señalar que en estas instituciones existen normas, valores y supuestos compartidos entre sus integrantes y que dan lugar a patrones comunes de comportamiento. En el caso de las normas, nos referimos al conjunto de rituales, símbolos, mitos y lenguajes que pautan las conductas y representan mandatos culturales invisibles. Los ritos, por ejemplo, aluden a procedimientos acostumbrados para saludar, homenajear, decidir, resolver conflictos, conceder privilegios, etc. estén o no reflejados en el reglamento. Digamos, ponerse de pie cuando entra un adulto al aula y gritarle buenos días, hacer rezar un padrenuestro cada mañana, sin preguntar por el credo de los alumnos, o realizar marchas y desfiles militares como homenaje a la patria.

En el caso de los valores, se trata de formas de ser o de actuar que todos consideran deseables y que, por lo tanto, son objeto de aprobación o desaprobación según se manifieste o no en el comportamiento de las personas. La uniformidad en el actuar y en el vestir, por ejemplo, es un valor típico de las instituciones escolares, como lo es el silencio, la pasividad y la subordinación. En el caso de los supuestos, se trata de creencias sobre la realidad o sobre la naturaleza humana que inducen a actuar de una sola manera. Se suele creer, por ejemplo, que la adolescencia es una etapa hueca, desviante y conflictiva de la vida, o que el niño pequeño está incapacitado para entender otros puntos de vista, por lo que dialogar con ellos se considera una pérdida de tiempo.

Las escuelas nacieron históricamente como instituciones jerárquicas. Jamás estuvieron centradas en los estudiantes, sus intereses y necesidades. Su eje de funcionamiento, más bien, fueron siempre los adultos: su cultura, su lenguaje, sus intenciones formativas. Como parte de un sistema de educación masiva, se manejaron siempre bajo el código del anonimato, la obediencia y la uniformidad. La ignorancia, la endeblez moral del estudiante y el oscurantismo de sus familias y del mundo exterior en general, fueron siempre las premisas de su funcionamiento. El aprendizaje ha sido tradicionalmente entendido como reproducción cultural y por eso se ha confundido siempre con la copia y la repetición. A este escarabajo de los años 30 se le ha hecho el encargo de educar para la comprensión lectora y el razonamiento lógico matemático, para el pensamiento científico, para la convivencia democrática, para la autonomía moral, para la acción creadora y transformadora de la realidad. A este mismo vehículo se le ha montado en la parrilla una serie de artefactos de gestión democrática.

En este contexto, el liderazgo de un director bien capacitado y con mayores márgenes de libertad para tomar decisiones es una condición necesaria pero absolutamente insuficiente para generar los cambios estructurales que se necesitan. El cambio institucional de las escuelas, prisioneras de poderosos anacronismos pero absolutamente funcionales a las características actuales del sistema educativo, involucra su diseño y su cultura organizacional, tanto como su cultura pedagógica, su cultura de la infancia y la adolescencia, su cultura de la autoridad y su cultura del cambio, culturas de las que todos son partícipes.

El desafío, por lo tanto, no es sólo modernizar y democratizar sus formas de gestión, sino volver a inventar las instituciones mismas. Como todo cambio cultural, no se logrará de un día al otro, pero hay que empezar cuanto antes y prepararse para enfrentar las inevitables resistencias con perseverancia.


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