viernes, 23 de septiembre de 2011

Acoso en las Escuelas ¿Cómo se Mata el Virus?

¿Por qué Jacinta puede ser intimidada y perseguida durante meses por algunos de sus compañeros de clase, recibiendo de manera constante insultos, humillaciones, amenazas y exclusiones de toda índole, sin que ningún profesor lo note? La respuesta es simple y dura: a nadie le importa. No se trata de un problema de maestros distraídos, insensibles o irresponsables, es el propio sistema escolar el que está diseñado para que la atención de toda la organización esté puesta en una sola cosa: la instrucción. Los pedagogos alemanes del siglo XVIII escribieron que el orden y la disciplina no era consecuencia sino premisa de la educación, es decir, no era resultado de la labor educadora de las escuelas, sino más bien una condición previa indispensable para que esta pueda tener lugar. Por eso aconsejaban reprimir con dureza cualquier brote de desorden u oposición, pues no era función de la escuela sino de la familia educar el comportamiento.

Dos siglos después esta idea conserva tanta vigencia, que se sigue considerando natural que el profesor no se haga cargo, sino que derive a un tutor o a un psicólogo cualquier caso que interfiera la clase y no tenga que ver estrictamente con el contenido de la enseñanza. Es por eso que problemas como los de Jacinta, que se repiten con otros niños de esa misma escuela, no son un problema para el docente ni para la institución educativa, a menos que la sangre llegue al río. Si el acoso deriva en violencia explícita y los hechos salen a la luz, recién entonces la intervención se produce. Y por lo general, se busca resolverla por la vía del escarmiento y el aumento o endurecimiento de los controles.

Que alumnas como Jacinta sean mortificadas por años por grupos que tienen la fuerza necesaria para ejercer dominio sobre ellas, sin denunciar el hecho, se debe a que el miedo o la vergüenza son más grandes que su confianza. Lo que dice la experiencia, además, es que estos hechos, cuando llegan a descubrirse, suelen ocultarse y negarse para evitar escándalos, cuando no derivan en la inculpación de las propias víctimas, lo que despeja el camino para su separación del centro educativo. Luego todo vuelve a la normalidad. Hasta el siguiente caso que se logre hacer público.

Tanto el acoso o Bullying, como los conflictos y rivalidades recurrentes entre alumnos o grupos al interior de la escuela, el pandillaje y hasta el abuso sexual en sus distintas manifestaciones, más allá de la importancia que tienen por sí mismos y la necesidad de darles respuestas efectivas, son sólo síntomas de un problema mayor: una convivencia escolar basada en la imposición y el dominio de unos sobre otros, donde el vínculo entre las personas está prácticamente roto.

La convivencia escolar descansa en el anonimato de los estudiantes. Allí todos son nadie, salvo que sean familiares de alguna autoridad. Descansa también en la discriminación y los privilegios. Cualquier diferencia es un buen motivo para excluir, por ejemplo, para enviar a algunos alumnos al fondo del salón o a las secciones B, C y D, cuando no para ignorar sus preguntas o burlarse de sus opiniones. Es una convivencia basada también en el maltrato, es decir, en el desaire, la brusquedad, la amenaza, el insulto o el sarcasmo constante. Una convivencia donde el castigo físico existe a través de formas tan rutinarias que ya nadie las percibe como agresión. Así, los estudiantes pueden permanecer parados largas horas o caminar en cuclillas alrededor del patio o ser despojados de medias y zapatos, sin que nadie, ni ellos mismos, lo consideren el sofisticado equivalente de un latigazo. Una convivencia, además, que alienta la rivalidad entre los alumnos, sea en disputa del mérito académico, del simple elogio o de los privilegios del profesor.

Naturalmente, el trasfondo de esta manera de relacionarse es la clase de experiencias pedagógicas que se viven al interior de las aulas. Una es la experiencia típica del sinsentido, donde el alumno sigue una rutina y un conjunto de órdenes cuya última finalidad le resulta borrosa y ajena. Una segunda es la experiencia de la angustia, cuando el profesor decide, por ejemplo, poner el pie en el acelerador sin preocuparse de cuántos se van quedando atrás o cuando elige abreviar explicaciones para ganar tiempo y los alumnos se limitan a anotar con desesperación una seguidilla de palabras que no llegan a entender. Una tercera experiencia es la de la monotonía, cuando se hace obvio para los estudiantes el desgano de su maestro y la reiteración cotidiana de discursos o actividades tediosas, superficiales e irritantes.

Ese es habitualmente el clima emocional del aula, que la torpeza con que se manejan las relaciones humanas no hace más que agravar y que, como es obvio, genera desmotivación y desidentificación entre los estudiantes. Es, por lo tanto, el caldo de cultivo perfecto para toda clase de comportamientos de rechazo, que los adultos se apresurarán a calificar de indisciplina, pero también de aprovechamiento para la construcción de jerarquías de poder que repliquen entre pares el mismo esquema de relación social que se respira en la escuela.

Si el robo o la destrucción de los útiles de unos alumnos por otros, el aislamiento deliberado de algunos, las prepotencias continuas o las calumnias sistemáticas contra los más débiles, no motivan la reacción del maestro a menos que las víctimas hablen, algo que no suele ocurrir en la mayoría de casos, imaginen qué tendría que ocurrir para que el problema merezca la atención del director. En general, la convivencia escolar no está en la agenda institucional, sólo se cuida el orden y se trata de evitar los conflictos, en especial los escándalos, por la vía de la sanción, para cortar cualquier interferencia con las clases y, de paso, cuidar la imagen del colegio.

La formación de los alumnos en el arte de una convivencia basada en el respeto y la colaboración logró hace años entrar en el currículo, pero no en los planes anuales de clase ni en las reales preocupaciones pedagógicas de las escuelas, menos aún en la agenda de las políticas educativas, más afanadas por lo general en que se aprenda a leer, no importa en qué contexto ni a qué costo emocional. Es por eso que no se han producido ni entregado criterios, estrategias ni herramientas formativas que muestren a los maestros la ruta para hacer de las escuelas espacios acogedores y estimulantes para todos, donde se respire confianza y colaboración.

En adelante, una educación escolar que enfatice valores y comportamiento ciudadanos como la que se ha anunciado públicamente no podrá eludir este desafío en sus inevitables complejidades. Las escuelas hoy por hoy no son crisol de una convivencia democrática sino de una convivencia basada en la prepotencia, la discriminación y la imposición del más fuerte. Atacar el problema sólo por sus síntomas y no por sus raíces sería un error. El bullying, por su gravedad y su extensión, merece un abordaje profesional serio y cuidadoso, como lo merece el pandillaje escolar y el acoso o el abuso sexual en las escuelas, porque sus víctimas necesitan ayuda rápida, efectiva y especializada. Pero también los agresores, cuya actividad necesita ser cortada de inmediato, y que siendo también niños pueden ser rescatados del círculo de la violencia y la distorsión moral. En este contexto, responder con el garrote no ayuda en nada.

Hay que hacerse cargo de los males que produce una escuela vertical, rígida e impersonal, poco atractiva para niños y jóvenes, oscura y hostil hasta el extremo en muchos casos, pero hay que impedir también y sobre todo que los siga fabricando. Es por eso que una política de educación ciudadana para el sistema escolar va a requerir sin duda alguna y con urgencia, un programa de reforma institucional de las escuelas, que convierta el respeto al derecho propio y ajeno en una experiencia vital y que apunte a convertirlas, como solía decir la UNICEF de Colombia en los años 90, en lugares acogedores, alegres y bulliciosos, donde todos aprendan y puedan hacerlo con placer.

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