jueves, 17 de febrero de 2011

La Esquiva Felicidad

Es preciso contribuir a través de la educación a que los discípulos encuentren placer en aquello que tienen que aprender. Esto dijo Platón 300 años antes de Cristo, convencido de algo elemental pero que, 23 siglos después, ya se nos perdió en el camino: si la experiencia de conocer está asociada a la felicidad, saber más se volverá una necesidad y aprender, una pasión. Pero ¿Qué pasa cuando una mayoría de niños o adolescentes, a requerimiento del investigador, califican como bueno a su maestro y, al mismo tiempo, expresan su deseo de que los trate con más respeto y que responda sus preguntas en clase? Si el maltrato, el desdén o el menosprecio como experiencia interpersonal recurrente no impide a un muchacho otorgarle al hecho una valoración positiva, es por una de dos razones: está mintiendo para protegerse, o aprender con desagrado en un contexto insípido y hostil ya le resulta normal. Podría haber un tercer motivo: tiene la experiencia de algo peor.

Tres investigadoras colombianas, María Teresa Matijasevic, Mónica Ramírez y Carolina Villada, publicaron a fines del año pasado un artículo muy iluminador sobre el concepto de «bienestar subjetivo» (1), etiqueta con la que se denomina comúnmente, en el mundo de la economía, al grado de satisfacción de las personas con su propia vida y a sus estados de ánimo más constantes. El interés por relacionar los progresos en los indicadores económicos de un país no sólo con el acceso a servicios o con los niveles de ingreso de la gente, sino con la valoración subjetiva de su situación, tiene por lo menos 40 años. Esta preocupación es la que dio origen en su momento al concepto «calidad de vida», con el que se buscaba integrar ambas dimensiones, asumiéndose que mejorar la calidad de vida de las personas debía ser el objetivo principal de la acción del Estado en todos los ámbitos de la experiencia social.

Matijasevic, Ramírez y Villada afirman que la noción de «bienestar subjetivo», que los propios economistas asocian a la noción de «felicidad», puede tener otras interpretaciones, como la gratificación por la realización de metas personales, por la coronación de los propios esfuerzos o por conductas orientadas al bien. Lo que es indiscutible es la importancia concedida no por filósofos sino por economistas interesados en el crecimiento del Producto Bruto Interno y la renta per cápita de las naciones, a llevar el apunte del nivel de satisfacción de las personas con su experiencia de vida. Una experiencia que, se supone, debiera ser tanto más feliz cuanto mejor luzca el estado de la economía de su país y de su propia familia.

Me encontré con este tema hace varios años, justamente en la ciudad de Bogotá, y desde entonces me he preguntado cómo es que se ha instalado en las políticas públicas el hábito de hacer mediciones nacionales del rendimiento de los estudiantes, pero no se nos ha ocurrido efectuar también mediciones del grado de bienestar que experimentan en la relación con su profesor, con su escuela y con las decisiones de política educativa que logran llegar al aula. Y no es que nos falten indicios de lo que ocurre allí adentro, ni evidencia científica a favor del agrado como un factor clave para provocar la fluidez del pensamiento y la intensidad de la concentración en una situación de aprendizaje.

Ocurre que para algunos, hacer de la vida escolar una experiencia feliz es un tema esotérico o de segundo orden y creen que lo importante es enfocarse en los rendimientos. No asocian el agrado y la satisfacción con la experiencia misma de investigar, descubrir y conocer, ni con la posibilidad de aprender a aprender de manera autónoma, sino apenas con la gentileza del portero o la amabilidad ritual de la maestra. Para los responsables de la política educativa, en cambio, que pueden entender mejor el valor de este asunto, mantener esa puerta cerrada les ahorra preocupaciones y responsabilidades, por lo que prefieren suscribir los argumentos de los primeros.

«Felicidad, estás allí, en los latidos del vivir, cuánto daría por encontrarte», canta Laura Pausini. Y aunque los alumnos cantan lo mismo ¿Qué hacer para impedir que pierdan la ilusión de hallarla donde quieran, pero también en los aprendizajes?
Por: Luis Guerrero Ortiz


Publicado y difundido por la Coordinadora Nacional de Radio (CNR)

(1) María Teresa Matijasevic, Carolina Villada y Mónica Ramírez (2010). «Bienestar subjetivo: Una revisión crítica de sus resultados, alcances y limitaciones». En: Revista RegionEs. Volumen 5 Nº 1 Agosto 2010. Número temático: Bienestar subjetivo y calidad de vida. CRECE-INER, Universidad de Antioquia. Observatorio del Caribe Colombiano.

Ecos Lejanos de Mundos Invisibles

Las jovencitas saben que pueden ser violadas. Por eso, antes de emprender el viaje se inyectan anticonceptivos hormonales por vía intravenosa, que las protegerán del embarazo pero, claro está, no de las infecciones ni mucho menos de la muerte. Las niñas no lo saben y sueñan con encontrar al final de esa oscura travesía el gran acuario que han visto por televisión. Pero sus padres sí y también las inyectan. Miles de niños y jóvenes se enfrentan cada año a secuestros, violaciones y asesinatos al intentar cruzar las fronteras de México, ilusionados con hallar en los Estados Unidos una vía de escape a la miseria. Lo espeluznante es que la gente acepta con pasmosa resignación el que esa gran ilusión pueda acabar finalmente en tragedia y en una fosa común, sin que a nadie le importe.

Estremecedores testimonios de todo esto pueden hallarse en el video llamado Los Invisibles, producido por Marc Silver y Gael García Bernal, el conocido actor mexicano, difundido por Amnistía Internacional. Estos migrantes son, en efecto, invisibles, pues a pesar de ser miles y padecer esta tragedia a diario, el resto de la sociedad no se da por enterada o, al igual que ellos mismos, se ha habituado tanto a convivir con ella que ya es como si no existiera.

El tema no es nuevo. En realidad, la lista de los invisibles es muy antigua y bastante extensa. Invisibles son, por ejemplo, los 15 mil peruanos que han muerto en accidentes de carretera en los últimos 5 años, producto del pésimo sistema de transporte que existe al interior del país. Sus usuarios aceptan la posibilidad de la muerte con naturalidad y siguen subiéndose a vehículos en cuyo mantenimiento nadie invierte un centavo, poniendo su vida en manos de choferes inexpertos e indocumentados que se desbarrancan cada semana. Es eso o nada.

Invisibles son los casi 50 mil adolescentes que pese a vivir en Lima y estar en edad de cursar la secundaria, no asisten a ninguna escuela. Si sabemos que la educación escolar no les posibilita las capacidades que necesitan para afrontar la desocupación o un empleo precario a razón de 0.80 centavos de dólar la hora, la falta de ella les dejará aún más desarmados ante la pobreza y la tentación de la ilegalidad o la violencia. El sistema educativo formal no tiene nada que ofrecer a estos muchachos y jamás le ha interesado tampoco acomodarse a sus posibilidades. Demás está decir que la llamada «educación alternativa» dirigida a quienes no pueden asistir a clases regulares es la modalidad en la que menos invierte el Estado peruano y cuya calidad nadie supervisa. O lo toman o lo dejan.

Invisibles son también las más de 60 mil adolescentes que se embarazan cada año, sólo en la ciudad capital. Los dramas de cada niña son su problema y la única respuesta que suelen recibir de parte de sus maestros es la separación del colegio, además de la censura moral. En el mejor de los casos, la autoridad educativa repartirá libros sobre sexualidad que les enseñen las diferencias anatómicas entre hombre y mujer, sin avanzar más allá por temor a la reacción eclesiástica; o se pondrá de lado para que el Ministro de Salud se haga cargo. Las niñas tendrán que aceptarlo y marcharse a casa o acabar en una clínica clandestina.

La política educativa, más allá de la insufrible y vacía retórica oficial o la emisión de normas que después se incumplirán sin que nada pase, no tiene respuestas para ellos. Son los invisibles y tendrán que aceptar que la exclusión, la frustración y la indiferencia son la otra cara de su derecho a educarse, contra la que no hay vacuna disponible. Aunque quizás sí. Podríamos probar con una política pública auténticamente interesada en las personas antes que en la imagen, el beneficio político y los pequeños intereses de las autoridades de turno.

Por: Luis Guerrero Ortiz


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