Usted recibirá invitados especiales en casa y tiene la mejor receta de lomo saltado que jamás probó. Pero la carne de su refrigerador está dura. Usted decide afrontar el problema y repasa sus opciones para ablandarla antes de empezar. Ahora deberá escoger entre ponerla a macerar en leche, en agua con bicarbonato de sodio, en vinagre, en jugo de piña o en una mezcla de vino con verduras, teniendo en cuenta que cada opción puede requerir tiempos distintos y algunos procedimientos adicionales. Por supuesto, usted también puede decidir descongelarla y cocinarla tal como está sin hacerse mayores complicaciones, preparándose para elogiar desaprensivamente las bondades de la receta durante toda la velada.
Algo así ocurre con los nuevos aprendizajes que, según el currículo escolar, nuestros niños y jóvenes deberían lograr, pero desde la misma vieja y endurecida manera de ejercer la docencia de épocas anteriores. Hay, en efecto, una tradición docente que tiene congeladas sus certezas sobre lo que debe enseñarse en las escuelas y que no logra percibir lo nuevo que demanda el currículo. Este es un duro escollo que las políticas educativas hasta hoy ni siquiera se han propuesto ablandar, creyendo que basta con aprender a aplicar la nueva receta curricular.
Nuestro currículo, al igual que el de otros países latinoamericanos, aspira cambiar el norte de la educación escolar planteándole cinco nuevos desafíos. Primero, le pide que enseñe a actuar de manera reflexiva y eficaz sobre la realidad, haciendo uso creativo del conocimiento. Esta expectativa, que implica aprender a desenvolverse de manera crítica y competente en la vida, colisiona con la vieja certeza del maestro de que a la escuela se llega a replicar procedimientos e imitar modelos de buen desempeño, así como a almacenar y reproducir el saber universal.
Segundo, le pide que enseñe a integrar y complementar los saberes de las distintas disciplinas, en el afán de encarar más eficazmente problemas reales de múltiples dimensiones. Esta demanda, tan próxima a lo que Edgar Morin ha denominado «pensamiento complejo», cuestiona otra certeza previa: de que el conocimiento humano se divide en parcelas y debe fragmentarse para recordarse mejor; y que cada hecho puede y debe explicarse en sí mismo de manera simple.
Tercero, le pide que propicie el aprendizaje de una convivencia armoniosa y productiva entre personas diferentes, de la capacidad de integrarse y colaborar en objetivos comunes. Esta demanda, tan esencial para la construcción de ciudadanía, contradice la vieja tradición individualista de las escuelas, que han formado en maestros y familias la convicción de que cada estudiante es responsable de sí mismo y que debe, más bien, competir por el mérito con sus compañeros.
Cuarto, le pide que ayude a niños y adolescentes a construir su identidad, a conocerse a sí mismos, a descubrir, apreciar y administrar sus mejores cualidades. Esta demanda choca con la cultura del anonimato típica de la vida escolar, con la certeza de que enseñar es instruir y que es asunto de cada niño lo que decida hacer de sí mismo. Quinto, le pide que enseñe valores. Pero formar la capacidad de discernir moralmente la opción más justa en cada situación, sin excluir la necesidad ajena ni renunciar a la propia, contradice la creencia de que educar moralmente es educar en la obediencia y la sujeción a un código moral externo.
Estas demandas representan cinco desconciertos para el docente pues le piden enseñar lo que nunca tuvieron oportunidad de aprender en sus años de formación profesional. Deberían ser hoy -y no lo son- el principal objeto de su capacitación.
Algo así ocurre con los nuevos aprendizajes que, según el currículo escolar, nuestros niños y jóvenes deberían lograr, pero desde la misma vieja y endurecida manera de ejercer la docencia de épocas anteriores. Hay, en efecto, una tradición docente que tiene congeladas sus certezas sobre lo que debe enseñarse en las escuelas y que no logra percibir lo nuevo que demanda el currículo. Este es un duro escollo que las políticas educativas hasta hoy ni siquiera se han propuesto ablandar, creyendo que basta con aprender a aplicar la nueva receta curricular.
Nuestro currículo, al igual que el de otros países latinoamericanos, aspira cambiar el norte de la educación escolar planteándole cinco nuevos desafíos. Primero, le pide que enseñe a actuar de manera reflexiva y eficaz sobre la realidad, haciendo uso creativo del conocimiento. Esta expectativa, que implica aprender a desenvolverse de manera crítica y competente en la vida, colisiona con la vieja certeza del maestro de que a la escuela se llega a replicar procedimientos e imitar modelos de buen desempeño, así como a almacenar y reproducir el saber universal.
Segundo, le pide que enseñe a integrar y complementar los saberes de las distintas disciplinas, en el afán de encarar más eficazmente problemas reales de múltiples dimensiones. Esta demanda, tan próxima a lo que Edgar Morin ha denominado «pensamiento complejo», cuestiona otra certeza previa: de que el conocimiento humano se divide en parcelas y debe fragmentarse para recordarse mejor; y que cada hecho puede y debe explicarse en sí mismo de manera simple.
Tercero, le pide que propicie el aprendizaje de una convivencia armoniosa y productiva entre personas diferentes, de la capacidad de integrarse y colaborar en objetivos comunes. Esta demanda, tan esencial para la construcción de ciudadanía, contradice la vieja tradición individualista de las escuelas, que han formado en maestros y familias la convicción de que cada estudiante es responsable de sí mismo y que debe, más bien, competir por el mérito con sus compañeros.
Cuarto, le pide que ayude a niños y adolescentes a construir su identidad, a conocerse a sí mismos, a descubrir, apreciar y administrar sus mejores cualidades. Esta demanda choca con la cultura del anonimato típica de la vida escolar, con la certeza de que enseñar es instruir y que es asunto de cada niño lo que decida hacer de sí mismo. Quinto, le pide que enseñe valores. Pero formar la capacidad de discernir moralmente la opción más justa en cada situación, sin excluir la necesidad ajena ni renunciar a la propia, contradice la creencia de que educar moralmente es educar en la obediencia y la sujeción a un código moral externo.
Estas demandas representan cinco desconciertos para el docente pues le piden enseñar lo que nunca tuvieron oportunidad de aprender en sus años de formación profesional. Deberían ser hoy -y no lo son- el principal objeto de su capacitación.
Por: Luis Guerrero Ortiz.
Difundido por la Coordinadora Nacional de Radio (CNR)
Publicado en su portal Web, sección Pluma&Oído
Publicado en su portal Web, sección Pluma&Oído
No hay comentarios:
Publicar un comentario