domingo, 22 de agosto de 2010

La Vaca, la Culpa y la Educación

Una compañía norteamericana mandó una vez a investigar las razones de la baja calidad de los productos de cuero que importaban de Colombia. El investigador fue a las mismas tiendas y allí le dijeron que recibían artículos caros y malos de los fabricantes. El susodicho se dirigió a ellos para averiguar si esto era cierto. Los fabricantes lo admitieron, pero se lo achacaron a las curtiembres, beneficiadas con aranceles altos para impedir la entrada de mejores cueros, como los argentinos. Se dirigió, entonces, a las curtiembres y allí le dijeron que el problema real eran los mataderos, que privilegian la carne del animal y descuidan su cuero. Trasladó la pregunta a los mataderos, donde le explicaron que son los ganaderos quienes lo arruinan pues marcan a las reses por todos lados. Los ganaderos le dijeron, a su vez, que el verdadero problema eran las vacas, pues a las muy tontas les gusta rascarse frotándose contra los alambres de púas. El investigador concluyó entonces que el cuero colombiano no era competitivo por culpa de sus vacas.
Esta historia, recogida por Jaime Lopera Gutiérrez y Marta Inés Bernal en su libro «La culpa es de la vaca», grafica de manera elocuente cómo es que las personas podemos argumentar hasta el absurdo con tal de eludir una responsabilidad.

José Bernardo Toro, en una recordada investigación sobre la repitencia escolar en escuelas rurales de Colombia en los años 70, preguntó a los profesores por qué tantos niños reprobaban de grado cada año. Ellos señalaron a los padres de familia, por no colaborar con el maestro reforzando los aprendizajes de sus hijos en casa. Ante la misma pregunta, los padres, agricultores pobres de la zona, acusaron a sus hijos, por ser perezosos y poco inteligentes. Preguntados los niños por sus propias razones, se echaron la culpa a sí mismos, por ser flojos y cortos de entendimiento. En educación, qué duda cabe, la culpa también es de la vaca.
Estas situaciones siguen siendo normales en la vida de las escuelas. Cuando los estudiantes no han logrado el rendimiento esperado, no son pocos los maestros que convocan a reunión a los padres de familia para informarles del problema y, acto seguido, reprocharles el poco apoyo que ofrecen a sus hijos en casa. Los padres, invadidos por la culpa, no suelen contradecirlos. La experiencia les indica además que cualquier hipótesis diferente puede ser interpretada por sus propios pares como un intento de evadir su responsabilidad, atribuyéndosela al pobre maestro. Afortunadamente para ellos, siempre podrán ganar algo de alivio responsabilizando a sus hijos.
Una cosa es cierta: los profesores que no logran hacer que sus alumnos avancen a pesar del trabajo invertido en enseñarles, muchas veces en condiciones difíciles, no suelen verse a sí mismos como una causa probable del problema. De otro lado, los que sí lo notan o lo intuyen, pueden no sentirse en condiciones, pedagógicas o anímicas, de hacer nada distinto a lo que ya hicieron para lograr que aprendan. Luego, asumir la responsabilidad de ayudar a los niños que se quedan atrás pueden sentirlo como una admisión de culpa, hecho que los incomoda porque los hace quedar mal y, encima, les aumenta el trabajo. Demasiada carga.
En este predicamento, dice la psicología, las personas tendemos a redimirnos a nosotros mismos a través de un mecanismo muy simple: trasladando la culpa. Mucho mejor si a personas dispuestas a asumirla sin mayor discernimiento. Si las escuelas se hicieran responsables de sus resultados, propiciarían que sus maestros se autoevalúen continuamente, colaboren entre sí y reciban los apoyos necesarios para mejorar, con respaldo en la política educativa. Mientras no sea así, que pena, la culpable del bajo rendimiento seguirá siendo la vaca.

Por: Luis Guerrero Ortiz



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