miércoles, 10 de noviembre de 2010

El Mito del Buen Salvaje

Un adolescente de 14 años de un colegio público de Lima, continuamente hostilizado por su origen andino, fue seguido a la hora de salida por tres de sus compañeros. Lo acorralaron, lo golpearon sin piedad y le lastimaron la columna vertebral. Ahora está parapléjico. Un niño de 10 años fue flagelado brutalmente por el dueño de un auto que el chico rayó con un clavo. La paliza estuvo a punto de provocarle un desprendimiento de retina. Estas dos noticias aparecieron reiteradamente en los diarios y noticieros limeños en los últimos días.
En ambos casos, la violencia incontenible y abusiva de los agresores ha provocado una justa indignación en diversos sectores de la ciudadanía. No obstante, lo que más desconcierto ha causado han sido dos cosas: el descomunal cinismo de los agresores, empeñados en negar o disimular lo evidente, y la insólita defensa de sus encubridores, la directora del colegio en el primer caso, los familiares en el segundo, que no han dudado en considerarlos más bien víctimas de sus agraviados.
A historiadores como deMause le debemos el conocimiento de hechos muy similares en la oscura edad media: padres que propinaban una feroz paliza a sus hijos para escarmentarlos por alguna travesura y que luego se echaban a llorar, argumentando que golpearlos le dolía más a ellos. Así, sus apaleados hijos devenían culpables del sufrimiento que causaban a sus padres por «obligarlos» a hacer eso. Y eran los niños aporreados quienes debían disculparse por desconsiderados.
Esta absurda inversión de roles, donde el verdugo acaba como víctima, sigue observándose hoy: un ciudadano que pide ayuda a un patrullero en la puerta de un banco, termina muerto por estrangulamiento en la comisaría. Uno de los policías implicados en el crimen se defiende diciendo: «es que el señor estaba alterado». El sujeto que echó agua hirviendo en el rostro de su mujer mientras dormía, se justifica diciendo: «es que ella me engañaba». Una adolescente denuncia al conviviente de su madre por abusar sexualmente de ella a lo largo de dos años. El abusador replica: «es que ella me buscaba». Un alto y robusto dignatario de la nación, rodeado de 50 guardaespaldas fuertemente armados, golpea a un escuálido e indefenso jovencito, amparándose en la misma tesis: «es que él me insultó».
En todos estos casos hay tres elementos comunes: primero, un evidente desbalance de fuerza entre las partes en conflicto, un lado es notoriamente más poderoso que el otro. Segundo, un uso violento y abusivo de esa fuerza en beneficio propio. Tercero, una justificación absoluta de la violencia en nombre de un bien mayor. En otras palabras, si me molestas te aplasto, te aplasto cuando quiero y porque puedo y siempre será tu culpa. Luego, los golpeados de esta historia son los equivocados, los únicos responsables de su suerte y, por lo tanto, ¡duro con ellos!
Hannah Arendt, una notable filósofa alemana, sostenía que el poder no es sinónimo de violencia. Para Arendt el poder «brota donde quiera que la gente se una y actúe de mutuo acuerdo», nace del concierto de diversas voluntades. La violencia, en cambio, surge cuando el poder que sustenta a las personas se debilita. Entonces pueden recurrir a la fuerza para imponer su voluntad. Ese es el trasfondo en todos estos casos. Gente que pierde el poder que le daba el consenso, pero conserva la fuerza y la usa para lograr lo que quiere. Para vergüenza nacional, tienen barra y hay en ella hasta directores de escuela, dispuestos a encubrir o justificar el abuso y la violencia contra el más débil en nombre del propio interés.
Por: Luis Guerrero Ortiz


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