Por: Luis Guerrero Ortiz
Fotografía © felixion/ www.flickr.com
Las personas suelen agruparse en uno de dos bandos: los estresados y los aburridos. Es decir, en el grupo de los eternamente preocupados, que viven con angustia cada cosa que hacen; o en el grupo de los comúnmente relajados y desinteresados por todo. En ambos casos, se trata de gente que no han sabido encontrar un quehacer que les aporte esa cuota de satisfacción que les haga sentir bien consigo mismos y entusiasmados con su propia acción. Lo grave es que suele tratarse de personas con responsabilidades profesionales y familiares, que terminan asumiéndolas porque no les queda más remedio y en las que no colocan lo mejor de sí mismas. Si pudieran abandonarlas, lo harían.
Pero hay un tercer grupo: el de los apasionados. Es decir, aquellos que encontraron en su actividad una fuente de placer tan significativa que no la cambiarían por nada. Y cuyo grado de compenetración con su quehacer es tan alto, que en su mente todo fluye sin dificultad y con una claridad notable.
Estas distinciones no son fruto de la calculada especulación comercial de un libro de autoayuda, sino de importantes investigaciones realizadas por Mihaly Csikszentmihalyi, destacado catedrático en neurociencias de la Universidad de Standford. Si algo pudo comprobar este señor de manera fehaciente, es que las personas creativas suelen diferir unas de las otras en muchos aspectos, pero que en algo son unánimes: todas aman lo que hacen.
Compartí esta información la semana pasada con más de mil docentes en Abancay, Curahuasi y Huancarama, ciudades de la región de Apurímac, en el sur andino peruano, para ilustrar y demostrar la extraordinariamente relevante relación que existe entre las emociones y el aprendizaje, el placer y la productividad intelectual, la pasión y la creatividad. Pero también para proponerles dos terribles preguntas: ¿En cuál de estos tres grupos solemos colocar a nuestros alumnos como resultado del tipo de enseñanza que impartimos y de las experiencias que les ofrecemos en el aula? ¿En cuál de estos tres grupos nos sentimos ubicados los maestros?
No cabe duda que una persona cuya tarea le provoca ansiedad, asumiéndola con malestar y desesperación; o que sencillamente le aburre, asumiéndola con displicencia y fastidio, no va a ponerle convicción, energía e imaginación a lo que hace. Si se trata de un estudiante, su compromiso con el aprendizaje será mínimo. Si se trata de un maestro, su eficacia pedagógica será nula. El resultado en ambos casos es la mediocridad. Y este parece ser el caso de una gran mayoría de escuelas donde enseñar y aprender se ha vuelto una rutina sin sentido, que ambas partes cumplen porque las circunstancias obligan, no porque les entusiasme ni porque crean en ellas.
Pero así como muchos maestros creen que no es parte de su rol hacer del aprendizaje en las aulas una experiencia capaz de apasionar a sus alumnos, quienes hacen y deciden la política educativa tampoco creen que sea su tarea entusiasmar a los maestros por el currículo que deben enseñar ni por el desafío que representa lograr aprendizajes en chicos tan diferentes. Ambos suelen creer que no se trata de que el otro se interese, se convenza y se comprometa, sino simplemente de que haga lo que se le pide y punto. No les preocupa ganar la voluntad del otro, sólo su obediencia. Como verán, no es este el camino por el que lograremos escuelas más efectivas.
Lima, viernes 03 de abril de 2009
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