Es así como los queremos. Que no se muevan mucho, vale decir, sean capaces de estar sentados y concentrados; que compartan sus juguetes y otras pertenencias con el niño del costado; y que no estén resistiendo, oponiéndose, demasiado a la autoridad; todo ello lo antes posible.
Claro, también que sean asertivos, seguros de sí mismos, que se quieran, que sean ambiciosos, que sustenten esfuerzos a lo largo del tiempo y puedan superar obstáculos y superar frustraciones; también a una edad temprana.
Y para que sean todas esas cosas - no importa que varias de ellas se contrapongan y sean, a veces, excluyentes- estamos nosotros, los padres y todo un ejército de especialistas y toda una oferta de métodos y un recetario inacabable. No importa que las recetas cambien cada dos meses y se contradigan.
Pero, ¿cuál es el precio que pagamos por estar tan concentrados en lograr a nuestros empáticos, apacibles y respetuosos (y todos los otros rasgos que la sociedad niñocéntrica nos prescribe) "productos"? Estamos tan absortos en leer las partituras que nos ofrecen, tan híper conscientes de todos y cada uno de nuestros actos en referencia con nuestros hijos, que dejamos de ser nosotros y perdemos la ocasión de conocerlos, explorarlos, escucharlos, gozarlos.
Si usáramos todos los minutos dedicados a pensar en qué colegio los ponemos, en qué taller los inscribimos, en medir lo que dicen, cómo lo dicen, qué les decimos, en leer sobre técnicas de crianza, en evitar cualquier contratiempo y sufrimiento; para interactuar con ellos, para dejarlos lidiar con el mundo con nuestro apoyo, probablemente algunas de esas tan apreciadas características que mencionamos en esta columna emergerían de manera más natural y provechosa.
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