El diccionario define la palabra «bienvenida» como manifestaciones de agrado dirigidas a una persona que llega, las que a su vez le comunican que se le admite y acoge. En lo que a mí respecta, no recuerdo haber vivido nada parecido a eso en ninguno de los colegios donde estudié. Uno sólo ocupaba su carpeta y listo, la función comenzaba. Por ahí tal vez alguna perorata del director en el patio principal invocando los valores y la responsabilidad, pero nada más. Es decir, nada personal. Ahora bien, las bienvenidas ausentes no eran sólo la omisión de un rito de saludo. Para ser sinceros, la presencia de uno -era fácil comprobarlo- no generaba agrado ni desagrado a la institución. Le era indiferente. A menos que rompiéramos algo o le pegáramos a alguien, todos éramos invisibles.
Jaques Derrida, un filósofo contemporáneo muy influyente, dijo que la identidad humana no puede afirmarse como identidad si no es abriéndose a la hospitalidad y a la perspectiva del otro. Digamos que si es en el encuentro con los demás que aprendemos a conocernos y a encontrarnos con nosotros mismos, sólo en la acogida nos humanizamos. Ausente la acogida, sin embargo, quedamos reducidos a un montón de gente circunstancialmente reunida en un lugar al que ninguno eligió ir. En mi experiencia escolar, las identidades sobraban y los vínculos también. Éramos tan sólo un número y, en el mejor de los casos, un apellido. La amistad era apenas una posibilidad, que dependía de lo que cada uno pudiera o quisiera hacer fuera de las horas de clase. Ahora veo que en sentido estricto esa experiencia era inhumana.
A pocos días del inicio oficial de las clases, me pregunto cuántos niños y jóvenes que llegan a una escuela por primera vez, sea porque debutan o los trasladan, vivirán la experiencia de la bienvenida. Me pregunto cuántos centros educativos se han preparado para hacer que sus nuevos estudiantes se sientan genuinamente acogidos e incluidos con agrado. Se sabe que la hospitalidad es un valor presente de distintas formas en todas las culturas y que representa, además, un ingrediente importante de la convivencia. Crea lazos, identificación, el sentimiento de ser parte de un grupo y un lugar. Por eso, en varias partes del mundo hay escuelas que reciben estudiantes de distintos pueblos que inician su año escolar con un plan de acogida. Plan que puede ir desde cosas tan básicas como una mutua presentación y una visita guiada por el centro educativo, hasta la colocación de paneles con datos de los lugares de procedencia de todos los estudiantes, entre otros gestos amables.
Me preguntaba un grupo de maestros cuál de todos los cambios necesarios en la práctica docente elegiría como el primero. Mi respuesta fue inmediata: miren a sus alumnos. Las escuelas en general son instituciones rutinarias, siempre apremiadas por ejecutar su libreto en los plazos de rigor. No queda tiempo para detenerse a observar a nadie. Por eso los estudiantes son invisibles. No obstante, la necesidad está allí y juega un papel más gravitante de lo que se presume en los aprendizajes: la de ser notados por sus maestros, la de sentirse reconocidos, bienvenidos, incluidos, entendidos, apoyados, la de vivir la experiencia de la hospitalidad.
Filósofos de la talla de Hannah Arendt o Paul Ricoeur definían la educación como acción ética, pues exige la práctica de la hospitalidad y la acogida del que llega. Hoy sabemos, además, que los sentimientos de seguridad, confianza e inclusión, que surgen de la acogida, son los que hacen posible la apertura de la mente al conocimiento. «Comienzo a comprender las bienvenidas mejor que los adioses» decía el poeta. Nos haría mucho bien a los educadores suscribir la frase.
Por: Luis Guerrero Ortiz
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