
Es curioso y quizás un poco cruel, pero la vida es así de compleja. El «mejor maestro», desde el punto de vista de su nivel de dominio de las disciplinas científicas y los contenidos del currículo, podría ser a la vez el profesor que menos impacte en los aprendizajes de sus estudiantes y el más intrascendente a la larga en su recuerdo. Un profesor menos diestro en el campo académico pero con alguna o varias de las doce características que mencionábamos hace un momento, podría ser no sólo aquel que más simpatía despierte en los niños, sino el que más aporte a su formación personal y de un modo incluso, literalmente, inolvidable.
Es aquí donde las opiniones empiezan a dividirse. En una esquina, se alinean quienes piensan que lo realmente importante es que el profesor conozca muy bien lo que enseña. Luego, que inspire confianza, enseñe de buen humor o les demuestre paciencia a los niños, pasa a la categoría de lo accesorio e incluso de lo irrelevante. En la otra esquina, se alinearán los que creen que el vínculo afectivo con los alumnos lo es todo y que aprender con agrado y de manera activa basta para aprender bien. Luego, que el docente no sea exactamente un especialista en el currículo pareciera ser menos importante que mostrar sensibilidad y, en todo caso, que tener dominio de un amplio repertorio de métodos participativos.
A pesar que la investigación ha demostrado hasta el cansancio que ambas dimensiones son necesarias, los bandos no abandonan sus trincheras. Es así como, incluso en los círculos más connotados de la academia, hay quienes siguen estando convencidos de que los niños no tienen capacidad para distinguir al mejor del peor profesor; y que, producto quizás de su «ceguera» e «inmadurez», confunden al maestro que se interesa por ellos, que los abraza para evitar su desaliento ante el fracaso, que hace clases apelando a la conversación o al recurso de los títeres, con un buen profesional. Y si usted se atreve a discutir ese argumento, le van a decir, sueltos de huesos, que usted seguramente es del otro bando, que no le interesa que los niños aprendan y que quizás le baste que la pasen bien en la escuela.
En el recuerdo de los treinta maestros que mencioné al principio, el peor profesor de su niñez era no sólo el que les pegaba, sino también el aburrido, el que no paraba de hablar, el intolerante, el que se burlaba de sus errores, el que no respondía preguntas ni revisaba cuadernos o les hablaba en difícil todo el tiempo. Si les hubieran preguntado en su momento qué opinaban de sus docentes ¿Esa información hubiese sido útil para hacer correcciones en la enseñanza? ¿O les hubiesen dicho que se aguanten, si acaso el profesor sabía mucho?
Por: Luis Guerrero Ortiz
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