domingo, 19 de junio de 2011

El Dilema del Prisionero

«Estoy preso entre las redes de un poema», cantaba José José, tratando de expresar ese estado incomprensible de dependencia y subordinación que puede llegar a experimentar una persona respecto de otra, y del que no se puede –o no se quiere- escapar tan fácilmente. Una sensación parecida, aunque menos grata, es la que puede experimentar un equipo de gobierno que asume la posta en la conducción del país, como ocurrirá en el Perú a fines del mes de Julio.

La razón es simple y se explica no sólo por los poderosos intereses en juego, que ya se están movilizando para hacer del presidente un prisionero de Palacio y del «sistema», sino también por la dinámica del Estado mismo. Lo que suele ocurrir con la burocracia pública puede explicarse a partir de una propiedad de la física llamada inercia, que describe la resistencia que opone la materia a modificar su situación de reposo o movimiento, a menos que coloques mucha fuerza en el intento. Caso contrario y antes de que lo notes, terminarás preso entre las redes de su propio ritmo y trayectoria. Esto le puede ocurrir al Presidente y también, qué duda cabe, al próximo Ministro de Educación.

Lo que ha ocurrido con el Seguro Integral de Salud es un buen ejemplo. Entre el 2007 y 2009, sus afiliados en condición de pobreza pasaron de 854 mil a 1 millón 224 mil, es decir, se duplicó la cobertura, pero su presupuesto aumentó apenas en la mitad. ¿La consecuencia? El porcentaje de atención bajó de 44% a 33%. La proporción de afiliados pobres que reciben sus medicamentos gratuitamente en los hospitales, también bajo de 70% a 56% en el mismo periodo. Claro, el presidente García ha anunciado a los cuatro vientos sólo la primera cifra.

Podríamos hacer analogías con el crecimiento de la cobertura de la educación inicial pública, del programa nacional de capacitación de maestros, del programa de alfabetización o de la Carrera Pública Magisterial, y descubriríamos una misma lógica de actuación: sacrificar calidad en beneficio de la cantidad. Las cifras son mágicas, como el millón 670 mil personas alfabetizadas en estos años según recientes declaraciones oficiales, y mientras más ceros tengan a la derecha más impacto generan en una opinión pública poco informada y desatenta a los detalles de calidad de los servicios y programas. Más aún si se dirigen a los más pobres, es decir, a ese sector de la población que, como se reveló en las últimas elecciones generales, tienden a ser percibidos como ajenos y malagradecidos por buena parte de la población no pobre del país.

El próximo Ministro de Educación se va a encontrar, como es lógico, con un ministerio habituado a trabajar en ese marco de política a lo largo de cinco años, parapetado en el mito de la «revolución educativa» con el que el presidente ha publicitado todas sus ocurrencias en este campo, y con el que se ha protegido agresivamente de toda crítica. Un Ministerio que, en pleno contexto de descentralización, reconcentró poder y presupuesto en vez de redistribuirlo para no compartir protagonismo con nadie; que prefirió ser ejecutor directo de sus propias iniciativas, en vez de apoyar y acompañar a las regiones en ese rol, como en rigor le corresponde; que se conformó con ser un cómodo proveedor de insumos, regulaciones y recursos, en vez de ser un garante eficaz de la calidad de la educación, como la ley le exige.

La inercia va a empujar al nuevo Ministro, quien quiera que fuese, a seguir actuando bajo la misma noción de Estado y del papel que le toca como instancia nacional, llenándole la agenda de compromisos en nombre del valor de la continuidad de la obra buena y dejándole libre algún carril para una que otra iniciativa novedosa. No obstante, si la nueva gestión gubernamental quiere más redistribución e inclusión social, menos desigualdades y mejor educación para todos, va a tener que empezar a reinventar al Estado mismo. Bastante bien haría, además, como lo sugirió Martín Tanaka hace unos años, en empezar por Educación.


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