Permítanme una reflexión personal. Me encantan los libros. En realidad, la mayor parte de mi vida me la paso entre sus hojas, y pocas cosas me dan tanto placer como perderme en los mundos imaginarios o en las teorías que otras personas han elaborado. También me gusta escribir. Buena parte de mi tiempo transcurre frente a la computadora, una amiga de casi 30 años, redactando informes, artículos y otros textos, como éste. Soy, en ese sentido, un ser verbal.
Cuando nació mi hijo, comprensiblemente, me hice muchas ilusiones acerca de su futura relación con los libros y la literatura. Le contaba cuentos cuidando de modular bien las palabras, utilizando sinónimos variados -había que pensar en la futura riqueza lingüística- y promoviendo su dramatización. Cuando entró al colegio, busqué despertar su curiosidad por lo impreso y hasta acelerar su aprendizaje de la lectura, hecho que no ocurrió porque siempre estaba moviéndose y no parecía de naturaleza especialmente contemplativa. Terminó por aprender y yo tuve que controlar mi impaciencia que, dicho sea de paso, probablemente él había heredado, razón por la cual se demoró más de lo que yo hubiera deseado.
Entonces, lo esperé con un ejército de libros. Me uní a Jack London, Emilio Salgari, Michael Emde, Alejandro Dumas, Arthur Conan Doyle y muchos otros para emboscarlo en su cuarto, y le tendí trampas con los tres mosqueteros, la guerra de los botones, Tarzán, y mi planta de naranja-lima. Pero no caía. Siempre lograba evadirse y nos dejaba, a mí y a mis cómplices, un paso atrás. Es que siempre fue muy ágil. En realidad, manejaba su cuerpo con gran habilidad y siempre prefirió correr tras unos objetos esféricos llamados pelotas que lograba controlar a su antojo y que le llamaban más la atención que los libros.
Me descorazoné y sentí una decepción intensa durante un tiempo al no encontrar mis gustos y pasiones en los de mi hijo. Algunos padres, en esas circunstancias, pueden caer en un peligroso círculo vicioso y comenzar a contrariar o desmerecer aquellas motivaciones de sus hijos que no calzan en sus expectativas. Aunque comprensible de alguna manera, es algo peligroso, porque los chicos pueden llegar a la conclusión de que la única manera de estar presentes en la mente de sus padres es a través de una permanente batalla en la que se oponen a lo que éstos esperan de ellos. Es la de nunca acabar y, sobre todo, una forma poco sana de relacionarse.
Felizmente pude sobreponerme a lo que era una posición egocéntrica y egoísta. Desde ese momento nunca dejé de asistir a un partido de fútbol del equipo en que mi hijo jugaba. Desde las tribunas lo alenté y aprendí a respetar su notable habilidad, pero sobre todo el sentido de disciplina, compromiso, constancia, camaradería, valentía y deseo de superación que su participación en el deporte iba definiendo en él y sus compañeros. Aprendí a valorar las intensas relaciones -algunas de las cuales, no puedo negarlo, me produjeron más de una vez celos- que fue anudando con sus camaradas de equipo y con figuras de autoridad, como entrenadores y dirigentes, que le dieron ejemplos en muchos sentidos. Y, finalmente, viví las victorias, las derrotas y los diferentes momentos, tristes y alegres, de una historia tanto o más interesante que cualquier buena novela.
Alentar las capacidades de nuestros hijos y respetar sus particularidades es algo que no tiene precio. Es una experiencia que beneficia a todos, porque enseña la tolerancia de las diferencias que no solamente debe existir entre las distintas razas, ideologías y grupos políticos, sino también entre los que son de una misma sangre. Ah, debo terminar diciendo que mi hijo, aunque no con la misma pasión e intensidad con que mete goles, finalmente encontró algunos beneficios en la lectura.
Cuando nació mi hijo, comprensiblemente, me hice muchas ilusiones acerca de su futura relación con los libros y la literatura. Le contaba cuentos cuidando de modular bien las palabras, utilizando sinónimos variados -había que pensar en la futura riqueza lingüística- y promoviendo su dramatización. Cuando entró al colegio, busqué despertar su curiosidad por lo impreso y hasta acelerar su aprendizaje de la lectura, hecho que no ocurrió porque siempre estaba moviéndose y no parecía de naturaleza especialmente contemplativa. Terminó por aprender y yo tuve que controlar mi impaciencia que, dicho sea de paso, probablemente él había heredado, razón por la cual se demoró más de lo que yo hubiera deseado.
Entonces, lo esperé con un ejército de libros. Me uní a Jack London, Emilio Salgari, Michael Emde, Alejandro Dumas, Arthur Conan Doyle y muchos otros para emboscarlo en su cuarto, y le tendí trampas con los tres mosqueteros, la guerra de los botones, Tarzán, y mi planta de naranja-lima. Pero no caía. Siempre lograba evadirse y nos dejaba, a mí y a mis cómplices, un paso atrás. Es que siempre fue muy ágil. En realidad, manejaba su cuerpo con gran habilidad y siempre prefirió correr tras unos objetos esféricos llamados pelotas que lograba controlar a su antojo y que le llamaban más la atención que los libros.
Me descorazoné y sentí una decepción intensa durante un tiempo al no encontrar mis gustos y pasiones en los de mi hijo. Algunos padres, en esas circunstancias, pueden caer en un peligroso círculo vicioso y comenzar a contrariar o desmerecer aquellas motivaciones de sus hijos que no calzan en sus expectativas. Aunque comprensible de alguna manera, es algo peligroso, porque los chicos pueden llegar a la conclusión de que la única manera de estar presentes en la mente de sus padres es a través de una permanente batalla en la que se oponen a lo que éstos esperan de ellos. Es la de nunca acabar y, sobre todo, una forma poco sana de relacionarse.
Felizmente pude sobreponerme a lo que era una posición egocéntrica y egoísta. Desde ese momento nunca dejé de asistir a un partido de fútbol del equipo en que mi hijo jugaba. Desde las tribunas lo alenté y aprendí a respetar su notable habilidad, pero sobre todo el sentido de disciplina, compromiso, constancia, camaradería, valentía y deseo de superación que su participación en el deporte iba definiendo en él y sus compañeros. Aprendí a valorar las intensas relaciones -algunas de las cuales, no puedo negarlo, me produjeron más de una vez celos- que fue anudando con sus camaradas de equipo y con figuras de autoridad, como entrenadores y dirigentes, que le dieron ejemplos en muchos sentidos. Y, finalmente, viví las victorias, las derrotas y los diferentes momentos, tristes y alegres, de una historia tanto o más interesante que cualquier buena novela.
Alentar las capacidades de nuestros hijos y respetar sus particularidades es algo que no tiene precio. Es una experiencia que beneficia a todos, porque enseña la tolerancia de las diferencias que no solamente debe existir entre las distintas razas, ideologías y grupos políticos, sino también entre los que son de una misma sangre. Ah, debo terminar diciendo que mi hijo, aunque no con la misma pasión e intensidad con que mete goles, finalmente encontró algunos beneficios en la lectura.
1 comentario:
PRECIOSO LO NARRADO.ES UN PLACER LEERTE SIEMPRE.
UN ABRAZO.
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