viernes, 23 de julio de 2010

Rendirse Jamás

Micaela se graduó de maestra con una gran ilusión, convencida de la importancia de ofrecerles a los niños la oportunidad de aprender a través experiencias variadas y estimulantes, donde puedan usar su criterio y tomar sus propias decisiones. Ella nunca imaginó ni nadie le advirtió que en los Jardines Infantiles del mundo real, todavía existían maestras convencidas de lo contrario y que hasta podrían ser sus empleadoras. Por eso le costó mucho aceptar que era real lo que empezaba a vivir en ese Nido, su primer centro de trabajo, cuando le ordenaron organizar su rutina diaria en base a hojitas de aplicación. Hojitas prefabricadas que los niños debían rellenar y colorear, aplastados en sus sillitas, toda la santa mañana.

A la monotonía y el sinsentido de la pedagogía que estaba obligada a seguir, en contra de sus convicciones y de todo lo que aprendió de sus formadores en la universidad, había que sumarle el mal carácter de su directora. Un personaje que no perdía ocasión para evidenciar y ridiculizar los errores de sus profesoras o para presionarlas bajo amenazas a obedecerla sin dudas ni murmuraciones. Micaela, a sus 21 años, fue advirtiendo paulatinamente el dilema moral que tenía delante: se mantenía fiel a la pedagogía en la que creía desafiando las reglas o se acomodaba a la situación y hacía lo que le ordenaban. Era obvio que la primera opción podía desencadenar conflictos, inestabilidad e incertidumbre en su vida laboral. La segunda no y, de hecho, era la que habían elegido sus demás colegas.

Pero la muchacha ideó una astuta tercera vía: hacer lo primero, pero simular lo segundo. Fue así como se las arregló para emplear algunas de las fichas de rigor de vez en cuando, y enseñar a la vez con alegría, de la forma más vivencial posible. La cuerda le duró dos años, hasta que terminó hastiada de vivir en medio de la arbitrariedad y la indiferencia, dos insólitas maneras de entender el ejercicio de la docencia que repudiaba con toda su alma. Entonces renunció.

Micaela buscó, preguntó, indagó. Enseñó algunas veces aquí y otras allá. Acumuló algunas frustraciones más, siguió cursos de actualización, abrió los ojos a nuevos enfoques que la ratificaron en sus certezas, así como en su rechazo a la pedagogía sedentaria y monótona que, para su sorpresa, parecía extenderse en la educación inicial como la mancha de petróleo en el Golfo de México. Al final consiguió un Nido donde pudo volcar con libertad lo que aprendió, sin tener que alinearse a la fuerza a un modelo único (y anacrónico) de desempeño profesional.

Pero el caso de Micaela no es raro entre los maestros que se inician en la docencia. Hay una legión de ellos engullidos por el sistema, que les plantea desde el principio la opción de adecuarse sin chistar o morir sin misericordia. Profesores jóvenes y a la vez necesitados, que terminan optando por el salario; y que egresaron de sus centros de formación sin parachoques ni herramientas para enfrentar una realidad que todos conocen, pero que nadie nunca les anticipa. Profesores impetuosamente innovadores, a los que la política educativa debería proteger y hasta engreír e incentivar para volverlos el fermento de cambio que se necesita en el magisterio, pero a los que no les lanzará ningún salvavidas ni se conmoverá con su naufragio.

Por: Luis Guerrero Ortiz




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