Busquen el significado de estas cinco palabras en una enciclopedia, luego resuman cada definición, escriban después un texto de una página que relacione unas con otras, y preparen una exposición oral de tres minutos sobre lo que han escrito ¿Alguna pregunta? Ante el silencio de los niños, el profesor anota en la pizarra las cinco palabras y da por comprendida la explicación. Grande fue su furor el lunes por la mañana cuando comprobó que más de la mitad de la clase había olvidado o entendido al revés todas sus instrucciones. Entonces fue llamando a los padres de cada uno para expresarles su malestar por la poca atención que prestan sus hijos a sus indicaciones. Los padres recibieron el regaño con preocupación y lo trasladaron mortificados a sus respectivos hijos. Ciertamente, nunca supieron que este curioso fenómeno de incomprensión repentina había afectado a la mayoría.
Fue el físico Albert Einstein, uno de los más grandes científicos del siglo XX, quien demostró cómo es que las descripciones que hacemos de las diversas realidades en las que vivimos, dependen siempre del punto de vista de quien las observa. Esto echó por tierra una antigua certeza, que nos hacía ver los hechos de cada día como verdades independientes de nosotros, como si nuestras ideas y creencias previas, nuestros afectos y prejuicios, no afectaran nuestra visión de las cosas. Como si nuestra mirada arrojase siempre y necesariamente una verdad indiscutible.
No obstante, un siglo después que Einstein publicara su teoría de la relatividad, desencadenando una auténtica revolución en la manera de comprender cómo se produce el conocimiento de la realidad, muchos educadores seguimos aferrados a la creencia de que las cosas que suceden en nuestras narices no tienen relación alguna con nuestras formas de pensar o de actuar. Es así como al profesor de esta historia no se le cruza por la cabeza la posibilidad de ser él la causa de la confusión colectiva en su aula. Todas sus explicaciones terminan en sus estudiantes, por lo que concentrará todas sus energías en persuadirlos, tanto como a sus padres, de que la causa del error está en ellos, y que pensar lo contrario sería una barbaridad.
Gregory Bateson, notable biólogo y antropólogo británico, muy estudioso de la cibernética, demostró a medidos del siglo XX cómo el concepto de retroalimentación ayudaba a comprender mejor el fenómeno de la comunicación entre las personas. Si lo aplicásemos al caso de la tarea escolar incomprendida, por ejemplo, podríamos entender cómo es que las cuatro demandas del profesor provocaron corto circuito en la cabeza de los niños. Noten que cada una de ellas suponen procedimientos de diferente nivel de complejidad, con los que, a juzgar por la confusión generada, los alumnos no estaban muy familiarizados. Peor aún cuando se las presenta empaquetadas, las cuatro en una.
Imagino que el profesor o ignora la ausencia de este prerrequisito en sus alumnos o prefiere hacerse de la vista gorda, para que sean sus padres y no él quienes se hagan cargo de las explicaciones de rigor. Luego, la respuesta emocional de los muchachos ante una exigencia que los sobrepasa es la angustia, y las conductas que surgen -como defensa espontánea de la mente ante tal sentimiento- pueden ser el olvido, la simplificación o el rechazo de las palabras del profesor. Pero él no se da cuenta que sus palabras provocan la confusión ni que su falta de empatía para interpretar el silencio de la clase como desazón, retroalimenta el desconcierto general. Una lástima por los niños, que igual terminan siendo responsabilizados. Y conste que este maestro tiene un gran dominio del currículo.
Fue el físico Albert Einstein, uno de los más grandes científicos del siglo XX, quien demostró cómo es que las descripciones que hacemos de las diversas realidades en las que vivimos, dependen siempre del punto de vista de quien las observa. Esto echó por tierra una antigua certeza, que nos hacía ver los hechos de cada día como verdades independientes de nosotros, como si nuestras ideas y creencias previas, nuestros afectos y prejuicios, no afectaran nuestra visión de las cosas. Como si nuestra mirada arrojase siempre y necesariamente una verdad indiscutible.
No obstante, un siglo después que Einstein publicara su teoría de la relatividad, desencadenando una auténtica revolución en la manera de comprender cómo se produce el conocimiento de la realidad, muchos educadores seguimos aferrados a la creencia de que las cosas que suceden en nuestras narices no tienen relación alguna con nuestras formas de pensar o de actuar. Es así como al profesor de esta historia no se le cruza por la cabeza la posibilidad de ser él la causa de la confusión colectiva en su aula. Todas sus explicaciones terminan en sus estudiantes, por lo que concentrará todas sus energías en persuadirlos, tanto como a sus padres, de que la causa del error está en ellos, y que pensar lo contrario sería una barbaridad.
Gregory Bateson, notable biólogo y antropólogo británico, muy estudioso de la cibernética, demostró a medidos del siglo XX cómo el concepto de retroalimentación ayudaba a comprender mejor el fenómeno de la comunicación entre las personas. Si lo aplicásemos al caso de la tarea escolar incomprendida, por ejemplo, podríamos entender cómo es que las cuatro demandas del profesor provocaron corto circuito en la cabeza de los niños. Noten que cada una de ellas suponen procedimientos de diferente nivel de complejidad, con los que, a juzgar por la confusión generada, los alumnos no estaban muy familiarizados. Peor aún cuando se las presenta empaquetadas, las cuatro en una.
Imagino que el profesor o ignora la ausencia de este prerrequisito en sus alumnos o prefiere hacerse de la vista gorda, para que sean sus padres y no él quienes se hagan cargo de las explicaciones de rigor. Luego, la respuesta emocional de los muchachos ante una exigencia que los sobrepasa es la angustia, y las conductas que surgen -como defensa espontánea de la mente ante tal sentimiento- pueden ser el olvido, la simplificación o el rechazo de las palabras del profesor. Pero él no se da cuenta que sus palabras provocan la confusión ni que su falta de empatía para interpretar el silencio de la clase como desazón, retroalimenta el desconcierto general. Una lástima por los niños, que igual terminan siendo responsabilizados. Y conste que este maestro tiene un gran dominio del currículo.
Por: Luis Guerrero Ortiz
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