
Basándose en esta experiencia, James Wilson y George Kelling publicaron un artículo en 1982 llamado Ventanas Rotas, donde explican cómo, en cualquier escenario social, las pequeñas dificultades que no se afrontan ni resuelven a tiempo, pueden llegar a convertirse en problemas mayores. Si la ventana no se repara de inmediato, la probabilidad de que alguien se anime a romper unas cuantas ventanas más se hará mucho mayor. Si la norma se ignora una vez sin que nada pase, puede entonces transgredirse siempre.
Traslademos esta reflexión a otros ámbitos de la vida. Si un estudiante mortifica a otro por su manera de hablar sin que nadie lo detenga, su hostigamiento puede ir escalando hasta llegar a la agresión física. Si el profesor se burla de los alumnos que se equivocan o se atreven a opinar diferente, sin que nadie lo frene, su conducta se volverá un hábito. Si una adolescente se anima a hacerle una confidencia a su madre y recibe una feroz censura como respuesta, la confianza puede ir disminuyendo hasta arruinarse. Si usted es humillado por alguien con quien tiene un vínculo laboral o afectivo y no reacciona con energía, la vejación continuará y hasta podría trascender al ámbito público. Las ventanas, entonces, pueden romperse en un edificio tanto como en la vida interior de las personas y en la calidad de sus vínculos. Y el efecto es el mismo.
¿Son nuestras escuelas públicas edificios con ventanas rotas? ¿Lo son las relaciones habituales entre maestros y alumnos? ¿Lo son las relaciones entre escuela y familias? ¿Lo son también las relaciones entre padres e hijos? En todos estos casos, la respuesta pasa por averiguar cuáles son los límites, quiénes los ponen, cómo se hacen respetar y qué seguridades hay de que el simple, saludable y necesario hecho de trazar la cancha no traerá consecuencias peores a quienes cometan esa osadía. Porque un mundo sin reglas le es más ventajoso a quien tiene la fuerza para imponerlas, ignorarlas, pisotearlas o cambiarlas cuando desee, según su conveniencia.
Justamente, en un mundo plagado de adultos y hecho a su medida, los estudiantes -niños y adolescentes al fin y al cabo- no son los que trazan las fronteras entre lo permisible y lo no permisible. Por tanto, son invadidos y faltados en su intimidad y sus sentimientos, en especial las mujeres, cuantas veces sus padres o sus maestros lo crean necesario. Aunque la investigación le concede mucho peso a favor de los aprendizajes, la calidad del llamado clima escolar, que alude a la calidad de las relaciones humanas y a la posibilidad de sentirse acogido, entendido y respetado en las escuelas, sigue siendo un desafío de segundo orden para la política educativa. Y lo seguirá siendo, hasta que los estudiantes hagan sentir su voz y acumulen la fuerza necesaria para decir basta.
Por: Luis Guerrero Ortiz
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