lunes, 6 de diciembre de 2010

Ventanas Rotas en el Salón de Clases

Se viene hablando del tema desde hace más 30 años, pero ha sido para mí todo un descubrimiento. Se trata de la teoría de las ventanas rotas. Resulta que en 1969 se abandonó un auto, sin placa y con las puertas sin asegurar, en una calle del Bronx, uno de los barrios más conflictivos de la ciudad de Nueva York. Minutos después la gente empezó a robarse varias partes del automóvil y en pocos días no quedó casi nada de él. Otro carro idéntico al del Bronx y en iguales condiciones, fue abandonado también en un barrio rico de Palo Alto, California, sin que nada pasara con el transcurrir de los días. Hasta que a Phillip Zimbardo, el psicólogo social autor de este experimento, se le ocurrió golpearlo con un martillo y romperle las ventanas. Suficiente. En pocas horas, este auto perdió el invicto y fue objeto de feroz vandalismo.
Basándose en esta experiencia, James Wilson y George Kelling publicaron un artículo en 1982 llamado Ventanas Rotas, donde explican cómo, en cualquier escenario social, las pequeñas dificultades que no se afrontan ni resuelven a tiempo, pueden llegar a convertirse en problemas mayores. Si la ventana no se repara de inmediato, la probabilidad de que alguien se anime a romper unas cuantas ventanas más se hará mucho mayor. Si la norma se ignora una vez sin que nada pase, puede entonces transgredirse siempre.
Traslademos esta reflexión a otros ámbitos de la vida. Si un estudiante mortifica a otro por su manera de hablar sin que nadie lo detenga, su hostigamiento puede ir escalando hasta llegar a la agresión física. Si el profesor se burla de los alumnos que se equivocan o se atreven a opinar diferente, sin que nadie lo frene, su conducta se volverá un hábito. Si una adolescente se anima a hacerle una confidencia a su madre y recibe una feroz censura como respuesta, la confianza puede ir disminuyendo hasta arruinarse. Si usted es humillado por alguien con quien tiene un vínculo laboral o afectivo y no reacciona con energía, la vejación continuará y hasta podría trascender al ámbito público. Las ventanas, entonces, pueden romperse en un edificio tanto como en la vida interior de las personas y en la calidad de sus vínculos. Y el efecto es el mismo.
¿Son nuestras escuelas públicas edificios con ventanas rotas? ¿Lo son las relaciones habituales entre maestros y alumnos? ¿Lo son las relaciones entre escuela y familias? ¿Lo son también las relaciones entre padres e hijos? En todos estos casos, la respuesta pasa por averiguar cuáles son los límites, quiénes los ponen, cómo se hacen respetar y qué seguridades hay de que el simple, saludable y necesario hecho de trazar la cancha no traerá consecuencias peores a quienes cometan esa osadía. Porque un mundo sin reglas le es más ventajoso a quien tiene la fuerza para imponerlas, ignorarlas, pisotearlas o cambiarlas cuando desee, según su conveniencia.
Justamente, en un mundo plagado de adultos y hecho a su medida, los estudiantes -niños y adolescentes al fin y al cabo- no son los que trazan las fronteras entre lo permisible y lo no permisible. Por tanto, son invadidos y faltados en su intimidad y sus sentimientos, en especial las mujeres, cuantas veces sus padres o sus maestros lo crean necesario. Aunque la investigación le concede mucho peso a favor de los aprendizajes, la calidad del llamado clima escolar, que alude a la calidad de las relaciones humanas y a la posibilidad de sentirse acogido, entendido y respetado en las escuelas, sigue siendo un desafío de segundo orden para la política educativa. Y lo seguirá siendo, hasta que los estudiantes hagan sentir su voz y acumulen la fuerza necesaria para decir basta.
Por: Luis Guerrero Ortiz


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