domingo, 24 de abril de 2011

Lecciones Aprendidas sobre Ética y Ciudadanía en el Perú

André Comte-Sponville, un destacado filósofo francés, cuenta en una entrevista concedida a Edmond Blattchen hace unos años, lo que un psicoterapeuta le confesó alguna vez: que la esperanza es la principal causa de suicidio en el mundo, pues la gente se angustia y sufre sobre todo por decepción. Quizás ese sea el sentimiento en el que ha quedado atrapado un sector del país el pasado domingo, al comprobar que los dos candidatos que disputarán la presidencia del Perú han sido los que encarnan sus peores temores y su mayores rechazos. Quizás ese sea el sentimiento que los está empujando a abstenerse o a viciar su voto. ¿Es esa la mejor opción?

Nietzsche, hace más de 100 años, nos hablaba de la muerte de Dios, es decir, de una entidad situada por encima de lo humano, con poder para conceder generosamente a todos los hombres la satisfacción de sus anhelos más profundos. Si el gran pozo de los deseos no funcionase más, no habría nada ni nadie que reemplace a los seres humanos en la responsabilidad de construir por sí mismos el futuro que consideran deseable. Lo que Nietzsche no sabía es que los peruanos estamos tan habituados a esperar, que si no existiese un mesías, nos inventaríamos uno. La necesidad que tenemos de colgarnos cada tanto de alguien que nos haga la tarea de sacar adelante al país –sea lo que fuese lo que eso signifique para cada quien- ya es casi biológica.

Peor aún, vivimos en un país donde los mesías se inventan solos y aparecen cada cinco años buscando feligresía para sus religiones salvadoras. Lo que venden, por supuesto, es esperanza y la ofrecen en pomo grande. No les preocupa defraudarla, pues trabajan para mantener viva la pasiva ilusión de las personas con algunas dádivas, induciéndolas todo el tiempo a negar la realidad. Un buen ejemplo de esto son las publicitadas cifras de reducción de la pobreza. Jorge Bruce, en un reciente y estupendo artículo, dice que la tal reducción ha significado para muchos peruanos «pasar de ganar una cantidad irrisoria a una indecente», aunque se ha buscado sepultar este hecho «bajo una andanada de gráficos exultantes y declaraciones arrogantes», haciéndonos prisioneros de un optimismo impostado y convenido o, para usar las palabras de Bruce, de esa «embriaguez maniaca encarnada por nuestro Presidente».

Son numerosas las personas que se sienten ahora víctimas de un destino inesperado, que los coloca entre dos alternativas en las que no creen. Frente al dilema moral, están tentados de abstenerse y quieren viciar su voto, abjurando de ambos dioses. No los quieren en su altar. Ahora bien ¿Cuál es la consecuencia de esta decisión? ¿Sentarse a aguardar que aparezca otro salvador en quien depositar, una vez más, las contrariadas esperanzas? La idea de «la muerte de Dios» o de los dioses es en realidad una invitación a cerrar el ciclo de la esperanza pasiva e ingenua, que deposita en un ser superior –digamos, un candidato- la construcción del propio destino. Es una invocación, al mismo tiempo, para abrirle paso al ciclo de la responsabilidad y la autonomía. Porque lo que viviremos los próximos cinco años no será lo que elijamos en un ánfora, sino lo que elijamos construir, corregir o impedir que se destruya. El país es nuestro.

¿Lo duda acaso? Hace 10 años fuimos protagonistas del derrumbe de un gobierno autoritario, cuyo presidente disolvió el congreso, cambió la constitución, capturó el poder judicial, pervirtió a las fuerzas armadas, sobornó a los medios de comunicación, so pretexto del combate al terrorismo asesinó población civil indefensa y pretendió gobernar por tres periodos consecutivos, reeligiéndose indefinidamente. Por si fuera poco, nos colocó, para vergüenza nacional, en el ranking de los países más corruptos del planeta. Si esa sigue siendo la religión de un 23% de ciudadanos, está en nuestras manos demostrar que el 77% del país ya no cree en ella.

Ollanta Humala me suscita dudas y no voté por él en primera vuelta, aunque tampoco es el monstruo sangriento que cierta prensa nos vende y sí comparto con sus electores la desconfianza en un sistema que produce pobres para generar una riqueza que beneficia a pocos. De Fujimori, en cambio, tengo certezas absolutas que la historia confirma. No quiero devolverle el país que amo a quien lo saqueó y dañó moralmente con abominable saña y cinismo.

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