Si tiene un hijo de 16 años, a punto de terminar el colegio, y tiene presente lo que le exige el currículo oficial, no se sorprendería de verlo convertido en un chico que «demuestra seguridad, dominio personal y confianza en la toma de decisiones», ni que haya aprendido a «anteponer el diálogo y la concertación» para «resolver situaciones cotidianas y de conflicto», actuando «con decisión y autonomía». Porque esta es, literalmente, una de las capacidades más importantes que demanda el currículo a los adolescentes. Luego, su hijo debería haber tenido buenas y suficientes oportunidades para aprenderla. Ahora bien, si no es el caso, no se enoje con él. No descarte la hipótesis de que, quizás, nunca se la enseñaron.
Hoy se sabe, gracias a la investigación, que buena parte de lo que no lograron aprender los estudiantes puede deberse a que se lo enseñaron mal o a que, en efecto, nunca le dieron oportunidad de aprenderlo. La explicación de este fenómeno suele apuntar a los conocidos problemas de la formación profesional docente, pero, a juzgar por las evidencias, parece haber otra causa, de la que no suele hablarse mucho: el currículo no se deja entender.
A fines del año pasado tuve la oportunidad de presentar a ochenta maestros líderes de diversas escuelas surandinas del Perú, la misma capacidad que he mencionado al inicio de este artículo: «Demuestra seguridad, dominio personal y confianza en la toma de decisiones para resolver situaciones cotidianas y de conflicto, anteponiendo el diálogo y la concertación actuando con decisión y autonomía sobre su futuro y de los demás». Tras una hora de encendidas deliberaciones, no lograron ponerse de acuerdo en qué era exactamente lo que significaba esa frase. Es decir, se le atribuía sentidos distintos, cuyas implicancias pedagógicas llegaban a ser incluso diametralmente opuestas. Y no hubo acuerdo.
Es necesario recordar que durante los años 90 el país abandonó el viejo currículo organizado en asignaturas y centrados en la enseñanza de contenidos teóricos. En su lugar, se elaboraron currículos organizados en áreas y se reorientaron hacia el logro de capacidades de actuación reflexiva y eficaz sobre la realidad. En verdad, toda América Latina hizo ese importante y necesario viraje. Pero las sucesivas reformas curriculares produjeron currículos híbridos –reveladores del carácter parcial de los acuerdos logrados entre sus formuladores- y redactados en un lenguaje muchas veces abstracto y complejo. De este modo, a las dificultades comprensibles del cambio de orientación, se le sumaron las dificultades de formulación, lo que llevó a muchos maestros a protegerse de la confusión atrincherándose en sus antiguos currículos y simulando la aplicación de los nuevos.
Hay quienes piensan que este ruido, cuyos ecos siguen resonando fuerte en la cabeza del profesor, se despeja construyendo «estándares de aprendizaje», es decir, formulaciones tan claras y concretas de lo que pide el currículo que cualquier maestro podría leerlas y entender necesariamente lo mismo. En verdad, ayudarían mucho y facilitarían enormemente tanto su enseñanza como su evaluación. Más aún si se construyen concertadamente, pues sin consenso vamos a repetir la historia; si toman en cuenta la diversidad sociocultural del país; y si abarcan no sólo lectura y matemática, sino también ciencias, ciudadanía y desarrollo personal, como lo plantea el Proyecto Educativo Nacional.
No obstante, los nuevos aprendizajes demandados por el currículo son cualitativamente distintos a los que se pedían antes a la educación escolar, lo que supone una virtual ruptura del consenso tácito que existía entre la sociedad y los maestros. Se trata de un cambio de rumbo –y en buena medida un cambio cultural- que amerita un nuevo contrato social, algo que los estándares por sí solos no van a resolver. Contrato que supone construir otro consenso sobre el sentido de las nuevas demandas, no una nueva imposición; y en el que conste en letra grande la parte que le toca cumplir al Estado y a los responsables de la gestión, pues el barco no cambiará de rumbo si dejamos remando solos a los maestros.
Ayudaría mucho a ese propósito empezar a construir en paralelo los llamados «estándares de oportunidad», es decir, la medida exacta de las condiciones objetivas de aprendizaje a que todos los estudiantes tienen derecho, ineludibles en un país con tan graves desigualdades sociales. De este modo, decisores, planificadores y administradores sabrán qué es lo que les toca construir y garantizar, sobre todo en las escuelas que atienden a los más pobres, para que el logro efectivo de los aprendizajes exigidos por el currículo no siga siendo, como las estadísticas lo muestran hasta el cansancio, privilegio tenaz de una minoría.
Por: Luis Guerrero Ortiz
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