lunes, 20 de septiembre de 2010

La Dimensión Desconocida

Jacinto se encarama en la silla y arroja un libro. Antes, Marta había estado jalando la ropa a Matías, a quien descubrió escondiéndole sus útiles, un juego cruel que parece divertir a unos más que a otros. Lo que a Marta le hace menos gracia todavía es que a cada rato le rayen el cuaderno. En aquella aula de primer grado, empujones y ofensas son cosa de todos los días y Lucía Bacigalupo, antropóloga de la Universidad Católica del Perú, lo investigó a lo largo de dos meses. Ella piensa que puede explicarse como una necesidad de poner a prueba ciertas habilidades sociales, pero también de organizar jerarquías de poder en el grupo. Ocurre que los niños usan la agresión para ejercer control y dominio sobre otros y, a la vez, para diferenciar con claridad el lugar de agresores y agredidos. Lo que también se hizo evidente en este estudio, que la Sociedad de Investigación Educativa Peruana (SIEP) acaba de premiar, es que su maestro no se da cuenta de nada.

El complejo mundo de las relaciones interpersonales en el salón de clases suele ser invisible para los docentes. No importa la edad de los estudiantes, allí pueden ocurrir alternadamente y en una misma jornada desde los sucesos más nobles hasta los más aterradores, sin que ninguno de ellos, salvo que haya derramamiento de sangre, aparezca ante los ojos del profesor. Sólo lo que distrae al maestro e interrumpe la actividad programada se hace visible y provoca su reacción.

En ese brumoso escenario es que se forjan identidades, temperamentos y habilidades, como también se revelan torpezas y distorsiones en la manera ejercer la camaradería. Allí descubrimos el sentido de la amistad y la enemistad, la fascinación del carisma o el terrible poder de la manipulación. Es el lugar donde se vive igualmente la experiencia de la complejidad, cuando nos topamos con alguien cuya personalidad o cuyo entorno presenta aspectos que nos seducen y agradan, y otros que, a la vez, nos atemorizan, nos confunden o nos causan dolor.

Llama la atención el sometimiento de algunos niños a aquellos líderes con un gran poder de dominación, así como su dificultad para sacudirse de esa influencia. Para someter, sin embargo, no sólo sirve la agresión, la amenaza o la sanción. Puede ser también muy útil la humillación abierta o discreta pero sistemática, dirigida a hacer sentir al otro que no es nadie y que quedará desamparado si no se subordina. A esto se le llama acoso moral y, ciertamente, los niños lo aprenden de los adultos.

Son menos notorios, sin embargo, aquellos que terminan atrapados en relaciones tan agradables como insatisfactorias, aun cuando se trate de amistades tranquilas que no buscan crear dependencia. De pronto se encuentran ante alguien cuya manera de ser les hacen sentir bien, pero que presentan al mismo tiempo actitudes o conductas decepcionantes. El problema es que cuando esta ambivalencia les empieza a resultar intolerable, descubren que no pueden escapar de ella, pues no logran separar el agrado del rechazo. Demás está decir que esta incapacidad para tomar distancia es dolorosa y puede acompañarnos durante largos años.

El profesor de Paco Yunque, en el célebre relato de César Vallejo, era ciego ante los abusos de su compañero Humberto Grieve. Parece que también lo era el maestro de los niños observados por Bacigalupo. Es consecuencia de una formación docente centrada en la instrucción, no en la formación humana, que no ve al aprendizaje como un hecho social y que, por tanto, no prepara al maestro para reconocer y entender los afectos de sus estudiantes durante su niñez y adolescencia. Menos aún para ayudarlos a construir vínculos sanos y asertivos entre ellos.

Por: Luis Guerrero Ortiz




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