lunes, 20 de septiembre de 2010

Un Mundo Raro

Su natural simpatía le había permitido ganarse rápidamente la confianza de sus pequeños alumnos. Por eso la buscaban siempre para hacerle confidencias insólitas, hábito que se fue extendiendo progresivamente. Pero las historias cada vez más dramáticas que debía escuchar a diario fueron perturbando tanto a Natalia, que un buen día les dijo basta. Yo estoy aquí para enseñarles, no para resolver sus problemas, sentenció. Algo similar le ocurrió a Johanna cuando eligió la familia como tema de conversación en la hora de inglés, pues los niños empezaron a compartir anécdotas tan atroces que decidió cancelar la clase con gran nerviosismo. Irma, a su vez, profesora de primer grado en una escuelita rural, estupefacta ante el silencio inconmovible de tres alumnitos, decidió separarlos del grupo e informar a la autoridad para que los derive a una escuela especial.

He contado estas historias muchas veces y pareciera que nunca es suficiente para dejar establecido hasta qué punto la subjetividad de los niños no sólo es invisible en el salón de clases, sino que puede causar terror y rechazo cada vez que asoma. Si tuvieron la oportunidad de ver «Preciosa» hace algunos meses, una película dirigida por Lee Daniels y merecedora de un Oscar al mejor guión, no se habrán sorprendido de ver cómo la protagonista, Claireece Jones, una adolescente de Harlem, obesa, analfabeta y que espera un hijo de su propio padre, es obligada a dejar la escuela cuando su maestra descubre su embarazo.

En la antigua tradición escolar, coherente con el carácter masivo e instructivo de la enseñanza impartida por el sistema desde sus orígenes, el maestro no tenía por qué hacerse cargo de los afectos de sus estudiantes ni de la convivencia. Los pedagogos alemanes del siglo XVIII afirmaban con rotunda claridad que el orden y la disciplina en el salón de clases no eran «consecuencia» sino «premisa». Es decir, un prerrequisito, no el resultado de una intervención pedagógica. Luego, el profesor no tenía por qué aprender a conseguir interés, colaboración y compromiso en un grupo de niños o adolescentes diversos en sus historias, sensibilidades e identidades. Sólo debía exigirlo y para eso estaba autorizado a castigar.

Es por eso que aún hoy, si determinados episodios en la convivencia cotidiana con maestros y compañeros, dentro o fuera de la clase, provoca irritación, euforia, miedo, envidia, odio, vergüenza o tristeza a sus alumnos, afectando su conducta, el profesor no está preparado para notar y entender estas emociones ni para modificarlas. La formación profesional no nos aporta conocimientos, criterios ni habilidades para advertir e ingresar sin miedo ni prejuicios al mundo de la subjetividad de los estudiantes. Tampoco para entender el peso decisivo de este factor en el logro de los aprendizajes ni para hacerlo jugar a favor de ellos.

Por eso es que suelen moverse a tientas y con torpeza en ese mundo raro y lleno de laberintos, malinterpretando, prejuzgando, censurando todo comportamiento que desborda su comprensión o sus expectativas, cuando no ignorándolos o achacándolos a los padres, exacerbando furias y penas en vez de atenuarlas o transformarlas. Cualquier ser humano normal necesita sentirse bien consigo mismo y con lo que hace, para ser productivo intelectualmente. Ese estado de ánimo no es una donación de la familia, se construye en la convivencia escolar, aún si la experiencia extraescolar fuese ingrata. Cuánto hay que esperar para que el arte de hacerlo posible ingrese en la agenda de los programas de formación docente, abandonando la primitiva creencia de que la didáctica basta.

Por: Luis Guerrero Ortiz


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