Él era un profesor más bien rígido y convencional. De esos que ocupaban las horas en dictar conceptos o datos que ya figuraban en los textos escolares y hacían copiar el pizarrón en absoluto silencio. Adusto, parco en el saludo, instalado en la fórmula del usted cuando respondía preguntas, era difícil comprender a simple vista por qué los niños de esa escuela lo querían tanto. El diálogo con los estudiantes, sin embargo, revelaría después la razón de esa unánime identificación con un maestro tan acartonado. El profesor Pedro siempre nos escucha, confesaron. Nos deja contarle nuestras cosas. Sólo nos pide que le hablemos en el recreo o después de clases. Los demás, nunca tienen tiempo para nosotros.
Esta historia fue recogida hace algunos años en una escuela muy pobre de la sierra central del Perú y es tan real como el espeluznante testimonio de unos niños a favor de su profesor de matemáticas, un sujeto que practicaba el castigo físico en el aula, pero que también les contaba chistes y se reía con ellos. He contado también en ocasiones anteriores la anécdota de un carismático amigo mío que reemplazó de casualidad, por breves minutos, a un profesor ausente y propuso a la clase que redactaran una descripción, ofreciéndose a sí mismo como objeto de referencia. Las espontáneas carcajadas que compartiría después con ellos, a raíz de la lectura en voz alta de los ocurrentes textos producidos, provocaron que los niños le suplicaran que se quede con ellos y sea su «profesor para siempre».
Quizás les resulte difícil de creer, pero una investigación relativamente reciente de Giselle Cuglievan en escuelas pobres de alto rendimiento en la ciudad de Lima, reveló que el secreto de los profesores a quienes les fue mejor con sus alumnos no estuvo en su enfoque pedagógico, sino en su genuina preocupación porque todos aprendan, en su constante disponibilidad para ayudar a los rezagados, en su interés por comunicarles con sencillez y respeto la razón de sus aciertos o errores. No voy a citar aquí los innumerables estudios que demuestran el inmenso poder de la confianza que los estudiantes reciben de sus profesores, para obtener de ellos una mejor respuesta a los retos del aprendizaje, pero este es un hecho probado.
En las notables investigaciones que Gregory Bateson efectuó a mediados del siglo XX en el ámbito de la comunicación humana, quedó bastante claro que las personas ponen mucha atención a las señales de aceptación o rechazo, de aprobación o censura, de respeto o afán de control de su interlocutor, antes de decidir si se abren o no a los mensajes más racionales de su lenguaje verbal. La historia personal de cualquiera de nosotros podría corroborar este dato. Los profesores que recuerdo con más afecto de mi vida escolar, sin ninguna duda, son aquellos que mostraron un genuino interés por mí, que les importaba mis opiniones y las escuchaban con atención, que se alegraban con mis progresos, que me sacaron amablemente del anonimato y me hicieron creer, con su testimonio, que sí era posible establecer vínculos sanos y constructivos con la gente.
No obstante, hay quienes creen hoy en día que la calidad de la relación humana entre profesor y alumno no vale más que el nivel de dominio en los contenidos disciplinares del currículo que un docente pueda demostrar. Las evaluaciones que hoy se les aplican inducen a creer que un buen docente es el que sabe mucho, no importa si lo que no sabe es justamente cómo lograr que un grupo de niños o adolescentes, de diversas identidades culturales por añadidura, quiera aprender lo que el profesor conoce y pueda hacerlo.
He invertido muchos años de mi vida en recorrer escuelas en todo el país y lo que mis ojos han visto en los escenarios más adversos para un buen desempeño profesional, me ha enseñado una cosa: los maestros que aman lo que hacen y les importa de verdad que sus estudiantes aprendan, son una legión. Todos los docentes que perseveran con afecto y generosidad en su afán idealista, por encima muchas veces de las limitaciones que imponen la pobreza y la lejanía, las insuficiencias de su formación, los anacronismos de su propia institución educativa o la proverbial ineficacia de las políticas educativas, merecen admiración y respeto, pero también respaldo eficaz y sostenido en sus esfuerzos de cambio. Porque sí hay cambios profundos que hacer en la docencia. Sólo que las únicas reformas de la educación que funcionan son las que hacen del maestro su principal agente.
Por: Luis Guerrero Ortiz.
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