Por: Luis Guerrero Ortiz.
¿Recuerda la fábula del elefante y la hormiga? ¿Recuerda cuando el pequeño insecto, en un irónico alarde de generosidad, le anuncia al paquidermo que se bajará de sus espaldas para así quitarle un gran peso de encima? Pues con la educación ocurre exactamente al revés: carga sobre sus espaldas la pesada herencia de una educación etnocéntrica, individualista y dogmática, de la que no puede librarse. Quizás porque, aunque parezca difícil de creer, habituada a llevarla por más de dos siglos sobre sus hombros, ya ni recuerda que está allí ni le incomoda y hasta la asume como parte de su identidad.
La Real Academia Española define la palabra etnocentrismo como una «tendencia emocional que hace de la cultura propia el criterio exclusivo para interpretar los comportamientos de otros grupos, razas o sociedades». Yo siempre fui un hombre de ciudad, por lo que nunca me causo extrañeza que en el colegio, la gente que poblaba los andes y la amazonía del Perú, sus ciudades, costumbres y tradiciones, fuera presentada como un objeto curioso, que le daba color y variedad a un país cuya «normalidad» estaba dada por los paisajes urbanos y los hábitos citadinos, los autos, la luz eléctrica, los diarios, la televisión y el idioma castellano. Han pasado buenos años desde entonces y, aunque el currículo diga lo contrario, la educación escolar sigue entrenando el ojo de niños y jóvenes para ver al país desde una sola perspectiva cultural.
La Real Academia define, así mismo, la palabra individualismo como la «tendencia a pensar y obrar con independencia de los demás», que defiende «la supremacía de los derechos del individuo frente a los de la sociedad». Una de las prohibiciones que más recuerdo del colegio era la de mirar atrás o a los costados. No había razón para interactuar con nadie, dado que mi matrícula era un contrato individual que me obligaba a responder por mí mismo a lo largo de mi trayectoria escolar. Si pasaba mis exámenes y era promovido de grado, sería por mi propio esfuerzo, si no, sería mi exclusiva responsabilidad. En ese esquema, los demás sobraban, cada uno debía responder por sí mismo y su éxito o su fracaso sería el de ellos y el de nadie más. El intento de introducir una cultura colaborativa en las escuelas peruanas promoviendo el trabajo en equipo, no ha tenido mucha fortuna. El trabajo individual en carpetas alineadas una detrás de la otra sigue gozando de las preferencias.
Finalmente, la Real Academia define dogmatismo, como la «presunción de quienes quieren que su doctrina o sus aseveraciones sean tenidas por verdades indudables e innegables». Todos sabemos por experiencia propia que los años de escuela nos preparan para aceptar la palabra del profesor o del autor de un libro como fuente indiscutible de verdad. Muchos niños saben por ejemplo, que si su maestro se equivoca en la solución de un problema matemático, es mejor no decir nada y copiar, porque al fin de cuentas, es el profesor. Una amiga me contó que fue obligada por su maestra a aceptar que su mamá le había hecho la tarea, pese a que no era verdad, sólo porque estaba muy bien hecha. Si usted lo dice, así habrá sido.
Ricas o pobres, nuestras escuelas siguen funcionando en pleno siglo XXI como fábricas de intolerancia, formándonos para excluir al diferente, imponer a otros nuestra verdad y hacer prevalecer los propios intereses por encima de todos. Si buscaba explicaciones al racismo y la arrogancia con que se ha manejado el conflicto de Bagua desde el poder o en la prensa, recuerde su educación escolar. Hasta pronto.
La Real Academia define, así mismo, la palabra individualismo como la «tendencia a pensar y obrar con independencia de los demás», que defiende «la supremacía de los derechos del individuo frente a los de la sociedad». Una de las prohibiciones que más recuerdo del colegio era la de mirar atrás o a los costados. No había razón para interactuar con nadie, dado que mi matrícula era un contrato individual que me obligaba a responder por mí mismo a lo largo de mi trayectoria escolar. Si pasaba mis exámenes y era promovido de grado, sería por mi propio esfuerzo, si no, sería mi exclusiva responsabilidad. En ese esquema, los demás sobraban, cada uno debía responder por sí mismo y su éxito o su fracaso sería el de ellos y el de nadie más. El intento de introducir una cultura colaborativa en las escuelas peruanas promoviendo el trabajo en equipo, no ha tenido mucha fortuna. El trabajo individual en carpetas alineadas una detrás de la otra sigue gozando de las preferencias.
Finalmente, la Real Academia define dogmatismo, como la «presunción de quienes quieren que su doctrina o sus aseveraciones sean tenidas por verdades indudables e innegables». Todos sabemos por experiencia propia que los años de escuela nos preparan para aceptar la palabra del profesor o del autor de un libro como fuente indiscutible de verdad. Muchos niños saben por ejemplo, que si su maestro se equivoca en la solución de un problema matemático, es mejor no decir nada y copiar, porque al fin de cuentas, es el profesor. Una amiga me contó que fue obligada por su maestra a aceptar que su mamá le había hecho la tarea, pese a que no era verdad, sólo porque estaba muy bien hecha. Si usted lo dice, así habrá sido.
Ricas o pobres, nuestras escuelas siguen funcionando en pleno siglo XXI como fábricas de intolerancia, formándonos para excluir al diferente, imponer a otros nuestra verdad y hacer prevalecer los propios intereses por encima de todos. Si buscaba explicaciones al racismo y la arrogancia con que se ha manejado el conflicto de Bagua desde el poder o en la prensa, recuerde su educación escolar. Hasta pronto.
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