Quizás usted no lo sabía, pero alrededor de un tercio de las adolescentes de Ferreñafe, la provincia con menor desarrollo de la región Lambayeque, en la costa norte del Perú, no tiene acceso a educación secundaria. En Amazonas, región del nororiente peruano, que ha sido reciente escenario de una cruenta resistencia indígena a leyes que facilitan el ingreso de empresas mineras, petroleras y otras a la selva peruana, casi nueve de cada diez madres no logran concluir el colegio.
Si tomamos en cuenta que el 62% de los niños con madres sin educación padecen de desnutrición crónica, frente al 7% de niños con madres que tienen educación superior que sufre este problema, la ecuación fatal queda demostrada: a menor educación de la madre, mayor riesgo de enfermedad y mortalidad infantil. Esto nos permite anticipar y comprender con toda claridad cómo es que una circunstancia educativa bastante común en el país –escuelas insuficientes o incapaces de retener a estudiantes apremiados por la pobreza- se convierte, de pronto, en un problema social de gravísimas repercusiones.
Es decir, un número significativo de mujeres jóvenes de escasos ingresos, disminuidas en su educación, van a ver enfermar y morir sistemáticamente a sus niños pequeños por causas absolutamente evitables, ya erradicadas en otros países, o van a verlos crecer menoscabados en sus posibilidades físicas y mentales, no sólo para seguir aprendiendo a lo largo de su vida, sino para poder trabajar en el futuro de manera más productiva. Los números hablan por sí mismos: según datos oficiales, el 46% de los niños menores de cinco años del área rural padecen de desnutrición crónica, frente al 14% en el área urbana y el 7% en Lima Metropolitana. ¿No siguen acaso estas cifras la ruta de las desigualdades históricas que exhibimos como país en la inversión social?
De este modo, si cada vida que florece en estas familias es una esperanza para romper el ciclo de la pobreza, la falta de inversión oportuna y suficiente en educación y salud va a terminar, más bien, perpetuándolas en la pobreza.
Amartya Sen, Nobel de Economía en 1998 por sus notables investigaciones sobre el bienestar económico, afirma que el desarrollo de un país no tiene que ver principalmente con el crecimiento del producto bruto nacional, la extensión del comercio, la industrialización o el avance tecnológico, sino con la ampliación de la libertad humana. Es decir, con el enriquecimiento de las alternativas que disponen las personas, y con sus posibilidades para elegir y para aprovecharlas. Algo que para este notable economista supone prioridades muy claras de inversión en educación y en salud, así como el respeto a los derechos políticos y civiles.
Sensiblemente, en el Perú la prioridad de la inversión sigue estando, como en toda la historia republicana, en la industria extractiva y en el comercio exterior, en la idea no demostrada de que la supuesta prosperidad que esto produzca va a revertir después a favor de la educación y la salud de los más pobres. El economista Pedro Francke ha revelado hace poco que los impuestos y regalías realmente pagados por la inversión petrolera en las últimas décadas al país, no llegan ni al 5% de los ingresos públicos. Y que, por el contrario, en la selva peruana, en zonas de explotación petrolera, como la cuenca del río Corrientes en Loreto, más del 90% de los niños presentan alarmantes niveles tóxicos de cadmio en la sangre.
Si invertir en la infancia es invertir en desarrollo, invertir en desarrollo es invertir cuanto antes en la educación y la salud de los niños, y no esperar a hacerlo cuando chorree hacia abajo la mayor prosperidad del quintil de más altos ingresos en el país. Porque el tipo de desarrollo que asegura equidad social, es decir, bienestar para todos, es el que habilita a la gente desde temprana edad para ser protagonista del desarrollo de su propia sociedad y no beneficiaria pasiva de paliativos temporales a la pobreza.
Por: Luis Guerrero Ortiz.
Difundido en el Blog del portal Inversión en la Infancia
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