Hubo una vez un hombre que, tras vivir durante más de cien años en estado de hibernación, un día volvió en sí y quedó sobrecogido por el asombro de tantas cosas insólitas que veía y no podía comprender: los carros, los aviones, los rascacielos, el teléfono, la televisión, los supermercados, las computadoras… Caminaba aturdido y asustado por las calles, sin encontrar referencia alguna con su vida, sintiéndose como una rama desgajada del tronco de la vida, cuando vio un cartel que decía: ESCUELA. Entró y allí, por fin, pudo reencontrarse con su tiempo. Prácticamente todo seguía igual: los mismos contenidos, la misma pedagogía, la misma organización del salón con la tarima y el escritorio del profesor, el pizarrón y los pupitres en filas y columnas para impedir la comunicación entre los alumnos y fomentar el aprendizaje memorístico e individual.
Si hoy estamos comenzando a aceptar que vivimos en un cambio de época, más que una época de cambios, necesitamos plantearnos con radicalidad una nueva manera de ver las cosas y de asumir la educación. Hace ya más de cincuenta años, al final de la segunda guerra mundial, Albert Camus escribía: “Cambia el mundo y en él los hombres y hasta el entorno. Sólo la enseñanza no ha cambiado. Lo que quiere decir que a los niños se les enseña a vivir y a pensar para un mundo que ya no existe”. Junto a las palabras de este pensador francés, siguen sonando vigorosas las críticas de Carl Rogers: “En general, nuestras escuelas constituyen la institución más tradicional, conservadora, rígida y burocrática de nuestro tiempo, así como la más resistente al cambio”.
Ciertamente, es innegable que seguimos formando a nuestros niños y jóvenes –que son completamente distintos a nosotros y a los que no nos acercamos con ojos comprensivos y afectuosos para conocerlos realmente como son y no como nosotros pensamos que son-, para un mundo desaparecido. Ellos transitan las rutas del porvenir, se adentran con pasos vigorosos en el siglo XXI, y nosotros seguimos anclados en el siglo XIX. ¿No siguen privilegiando nuestras prácticas pedagógicas fundamentalmente la memorización y repetición, y no acentúan las prácticas organizativas, la autoridad y sumisión, lo que nos evidencia un sistema escolar orientado a repetir el ayer más que a crear el mañana? Por todo esto, es urgente que los educadores impulsemos y asumamos la necesidad de un cambio profundo y nos aboquemos a gestar una educación que privilegie el aprendizaje autónomo, personal y permanente, la curiosidad, la creatividad, la innovación, la reflexión, la capacidad crítica, el trabajo en equipo, la formación de la persona y la convivencia humana en la solidaridad y el servicio. Una educación que enfatizada en el hoy de los alumnos y de la vida, capacite para construir un mejor mañana para todos.
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