jueves, 11 de junio de 2009

¡No seas Tonto!

Hay una ecuación que grandes educadores han utilizado mucho en los últimos años. La traducción del inglés labeling is disabling sería algo así como: «etiquetar es deshabilitar o debilitar o hasta paralizar». Los adultos, en efecto, tenemos una especial predilección por poner nombres, etiquetas que resumen lo que pensamos de una persona, especialmente de los niños. Les decimos todo el tiempo que son tontos, inútiles, tromes, torpes y otras cosas más, no necesariamente negativas. Cuando estamos molestos, esas etiquetas se acompañan, además, con predicciones acerca del futuro: «tu vida va a ser un desastre», «no vas a encontrar trabajo», «vas a ser un don nadie», o hasta «vas a terminar en Lurigancho». Por si fuera poco, muchas veces sazonamos el sermón con algunas referencias al pasado y a personajes cercanos al chico: «igualito al inútil de tu tío» o «vas por el camino de tu padre y mira cómo terminó». Creo que muchos oyentes reconocerán en lo anterior -como se dice para una película- «casos de la vida real». En efecto son de la vida real y su impacto es verdaderamente negativo.
Muchas veces, las expectativas que expresamos con esas etiquetas, predicciones y comparaciones terminan por aprisionar a una persona, que las concretará en un fenómeno que se conoce con el término de profecía autocumplida. Un famoso experimento demuestra a qué me refiero. Se dividió una clase en dos grupos al azar. No había ningún criterio para la asignación de un chico a uno u otro. Se decidió que uno de los grupos iba a ser el de los «inteligentes» y se le comunicó a un nuevo profesor que los que pertenecían a ese grupo eran especialmente capaces, e incluso se le proporcionó un pequeño informe «fabricado» sobre las supuestas habilidades intelectuales de los jóvenes. Al final del curso fue muy claro que los que estaban en el mencionado grupo obtuvieron mejores calificaciones que los que no estaban en él, a pesar de que no había ninguna diferencia real entre ellos. La causa fue que el profesor, comportándose de manera distinta frente a los supuestos geniecillos -probablemente sin ser consciente de ello-, los alentó a intervenir más, los reforzó con más sonrisas y, sobre todo, esperó más de ellos. Es un ejemplo del poder de las etiquetas.

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